Manu Yáñez

Hay pocas cosas más tristes que tener que dar cuenta del traspiés artístico de un director admirado. Debo admitir que Gus Van Sant es uno de mis auteurs de cabecera. Su trilogía de la muerte –formada por Gerry, Elephant y Last Day– me parece uno de los proyectos fílmicos más relevantes del siglo XXI y títulos como Drugstore Cowboy o Mi Idaho privado ocupan con justicia un lugar privilegiado en el imaginario del mejor cine indie. Por otra parte, Van Sant nunca ha sido un purista y ha hecho del “una para mí, una para la industria” su proceder habitual. Pero aún así, incluso sus proyectos más impersonales, como por ejemplo Restless, contenían las huellas de una visión y una sensibilidad. En la fallida The Sea of Trees, esa sensibilidad lucha por emerger a la superficie, pero se ve condenada al ostracismo expresivo por un guión, escrito por Chris Sparling (Buried), afincado en el cliché, el sentimentalismo y una caprichosa búsqueda del impacto emocional.

El arranque de The Sea of Trees es prometedor: Matthew McConaughey interpreta a un yanqui que decide viajar hasta el bosque de Aokigahara, en Japón, para quitarse la vida. El interés de Van Sant por la muerte ha marcado sus últimos diez años de filmografía. Una exploración de la mortalidad que ha tomado la forma de poemas abstractos, elegías llenas de misterio o dramas intimistas. En la sugerente pero discreta Restless, al menos se establecía un interesante diálogo entre romanticismo y realismo pragmático, algo inexistente en The Sea of Trees, que apuesta por un espiritualismo de libro. La odisea suicida del personaje de McConaughey está marcada por su encuentro con un misterioso hombre japonés, Ken Watanabe, que le acompañará en su vía crucis existencial y en su toma de conciencia acerca del valor de la vida. Un viaje que se convertirá, de forma bien inverosímil, en una trepidante aventura física –un survival film– en la que se acumularán los incidentes más espectaculares (se diría que el personaje de McConaughey tiene más vidas que un gato).

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Los verdaderos problemas de The Sea of Trees empiezan en los flash backs que deben ayudar al espectador a comprender los motivos del protagonista. Allí vemos, en unas secuencias nada sutiles pero mínimamente dignas, la crisis matrimonial que atraviesan un insensible McConaughey y una alcohólica Naomi Watts. Todo sigue el curso habitual y manido del drama de pareja… hasta que un tumor cerebral abre la veda de las puñaladas dirigidas a la sensibilidad del espectador. La recta final del film perfila un inexplicable carrusel de sensiblería. McConaughey se entrega en cuerpo y alma al calvario de su personaje, por ejemplo, desnudando su martirio existencial en un prolongado y meritorio derrumbe en primer plano. Pero ni siquiera la convicción de un gran actor puede salvar al film de su autodestrucción sentimentalista.

Sería tentador achacar todas las carencias de The Sea of Trees al guión de Sparling, pero la realidad es que Van Sant no hace demasiado por corregir el rumbo de la nave. Entregado a una concepción más bien efectista de la puesta en escena, el director de Milk no consigue transmitir a las imágenes el sereno sentido de la observación que distingue a sus mejores obras. Mimetizándose con el pirotécnico contenido emocional del film, Van Sant se inhibe como cineasta y se convierte en un empleado al servicio de un historia insostenible. The Sea of Trees no debería estar en la competición oficial del Festival de Cannes. Thierry Fremaux, director artístico del certamen, le ha hecho un flaco favor al ganador de la Palma de Oro de 2003 por la magistral Elephant. Esperemos que este tropiezo no haga demasiada mella en la trayectoria de uno de los grandes cineastas norteamericanos de nuestro tiempo.