Diego Lerer

Página web del Festival de San Sebastián.

EVOLUTION. Lucile Hadzihalilovic. 81 minutos. Francia-Bélgica-España (“015). Con Brebant, Roxane Duran, Julie-Marie Parmentier, Nissim Renard.

Cada vez más resulta difícil ver películas realmente originales en los festivales de cine. Los formatos preestablecidos que ocupan lugares en las distintas competencias internacionales están tan marcados que raramente algo se sale de la norma. Evolution es una de esas películas. Difícil compararla –cualquier suma de referencias no le hace justicia–, difícil adivinar para dónde va, qué es, qué se trae entre manos y, sobre todo, posee un nivel cinematográfico pocas veces visto. La nueva película de la directora de Innocence, de 2004, es un misterio de principio a fin. Una suerte de fábula de terror físico, una película de suspenso biológico, un relato de ciencia ficción espeluznante. Evolution es todo eso y nada de eso: una película política, poética y polémica, de esas que no dejan a nadie indiferente. En San Sebastián fue recibida con una mezcla de amor y odio, lo cual era previsible ya que es una propuesta enrarecida y aquí buena parte del público (y de la crítica) no se caracteriza por su pasión por el riesgo estético.

Si tengo que pensar una referencia para Evolution diría que es David Cronenberg y tal vez un poco David Lynch y un tanto esa maravillosa extravagancia llamada Under the Skin. Pero no es suficiente. La extraña historia transcurre en un pueblito costero (está filmado en Lanzarote pero no es un lugar del todo “real”) en el cual parecen solo vivir madres con sus hijos pequeños. El protagonista es un niño de diez años que, metiéndose en el mar, encuentra un cadáver de otro niño de su edad. Un descubrimiento que nos sumergirá en un extraño relato en el que resuena la experimentación sobre la reproducción humana.

Climática, subyugante, un poco fuerte para los que prefieren evitar ver órganos vitales en plano detalle, pero siempre generando en el espectador la sensación de que estamos ante un mundo tan original como apasionante, Evolution es una verdadera joya, de las pocas películas que todavía son capaces de inventar mundos nuevos en el cine de hoy. Entrar en ella es meterse de lleno en un universo paralelo y asombroso. Salir de ella, no lo sé. Todavía no he logrado hacerlo… (Crítica completa en Micropsia).

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TRUMAN. Cesc Gay. 108 minutos. España-Argentina (2015). Diego Ricardo Darín, Javier Cámara, Dolores Fonzi, Eduard Fernández.

El verdadero talento, decía alguien por ahí, consiste en hacer fácil lo difícil, tornar algo complicado en otra cosa, una que hasta parece sencilla y natural. El ejemplo más claro que se me ocurre para ilustrarlo es Roger Federer. El hombre juega al tenis como quizás nadie jugó en la historia, pero hace que todo parezca posible, natural, orgánico. Pensaba en esto cuando veía Truman. No en Federer, pero sí en Cesc Gay, Javier Cámara, Dolores Fonzi y, especialmente, en Ricardo Darín. Este cuarteto ha logrado hacer que algo complicado de resolver y potencialmente muy problemático en términos de resolución, fluya, emocione y funcione de una manera natural, lógica, agraciada.

Me atrevería a ir un poco más lejos. Tal vez sí, tal vez Darín sea una especie de Federer de la actuación. Es esa clase de persona que puede sacar algo mágico de cualquier situación sin necesidad de asombrar con ningún truco y sin humillarnos con su habilidad. Es, casi, como si tuviera una línea directa con la sensibilidad de buena parte del público. Con el tema que aborda Truman, cualquier actor de esos con un ego gigante habría optado por ventilar todos los esfuerzos y sacrificios posibles que implica hacer el típico rol de enfermo terminal (perder decenas de kilos, el pelo, etc, etc), pero Darín no cae en ninguna de estas trampas estrujacorazones. En Truman, el actor argentino vuelve a dar vida –en gran medida gracias a la dirección y al guión de Gay, y a un Javier Cámara que juega al mismo deporte y casi tan bien como él– a esa mezcla de tipo querible e impresentable, capaz de actitudes repulsivas pero con una sonrisa compradora que nos hace perdonarle casi todo. A lo largo de casi dos horas, Darín nos convence de que hay verdades que salen a la luz en una pantalla de cine que nos agarran, desprevenidos, cuando menos lo esperamos. Y que se escapan de los papeles, de los textos, de las previsiones.

Truman –una película sobre la amistad, sobre el cariño y sobre la comprensión– es un drama bastante tradicional en su forma y contenido. Pero Gay logra sacar de una serie de elementos potencialmente combustibles (enfermedad, perro viejo y tierno, amigos que no se ven, la posibilidad de la muerte inminente) una película humana, digna, tierna y emotiva sin apelar ni a trucos ni a trampas ni a excesivos golpes bajos. Cuando llegan las lágrimas, uno siente que se han ganado en buena ley. (Crítica completa en Micropsia).

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SUNSET SONG. Terence Davies. 135 minutos. Reino Unido-Luxemburgo (2015). Con Peter Mullan, Agyness Deyn, Kevin Guthrie, Jack Greenlees.

Terence Davies es, en mi opinión, uno de los más grandes cineastas vivos. Desde su original trilogía de cortos y sus dos largos de corte autobiográfico (Voces distantes y El largo día acaba), pasando por sus adaptaciones literarias hasta su regreso a la autobiografía en forma de documental (Of Time and the City), no le queda grande el título de mejor cineasta británico vivo. Su “voz” cinematográfica es tan clara y bella, sus elecciones formales son tan brillantes, originales y conmovedoras que ver una película suya es sumergirse en un mundo privado, casi en su subconsciente, donde los tiempos, las imágenes y, sobre todo, la música cautivan al espectador hasta meterlo en estado de trance. Sunset Song es eso, pero también es una película de corte más clásico, tradicional, una épica sobre la vida de una mujer en la Escocia de principios del siglo XX.

Adaptada de una famosa novela de Lewis Grassic Gibbon –que Davies quiere llevar al cine desde hace quince años–, la película tiene como protagonista a Agyness Deyn, en el rol de Chris Guthrie, una joven hija de una familia de agricultores, estudiosa y con ilusiones de llevar una vida diferente a la de sus antepasados. Lo que la película no tiene, más allá de un par, son esas composiciones visuales tan particulares de Davies. Aquí trabaja con un registro más sobrio, más tradicional –hay algo del mundo de John Ford en ese universo–, como si por el costo o ambición de la película se viera obligado a restringir sus toques de estilo más distintivos. Sus temas están ahí, pero la puesta en escena –bellísima y potente– se acerca a un formato demasiado clásico para lo que nos tiene acostumbrados.

Lo que se extraña aquí un poco más es su dimensión emocional. Davies es la clase de cineasta que aun utilizando figuras formales muy específicas e inusuales conseguía transmitir al espectador sensaciones y emociones fuertes con sus historias y personajes. Aquí, curiosamente tratándose de una épica que bordea el melodrama histórico, esa emoción está asordinada, no logra penetrar en los espectadores con la fuerza esperada. Es difícil determinar el motivo –tal vez sea actoral: la modelo Deyn es buena actriz pero no es Gilliam Anderson ni Rachel Weisz y ni hablar de Gena Rowlands–, pero lo cierto es que raramente el filme logra conmover. De todos modos, con sus más de dos horas de duración, Sunset Song posee momentos y escenas que seguramente quedarán entre lo mejor del festival y del año cinematográfico. La tremenda relación entre el padre y su hijo mayor, el sacrificado rostro y actitud de la madre, y la mayoría de los planos abiertos de la campiña escocesa dejan a las claras la ambición y la profundidad de la búsqueda de Davies. (Crítica completa en Micropsia).