El culto que se le profesa a Ben Wheatley lo justifican las transgresiones al cine de género de esas maravillosas rarezas que son Kill List (2011) y Turistas (2012), amen de su debut con Down Terrace (2009), de ahí que su cuarto largometraje para la gran pantalla –ha realizado varios largometrajes para televisión– deviniera uno de los puntos álgidos de la temporada de festivales de otoño de 2015 (Toronto, San Sebastián, Sitges). High-Rise, título que adapta la sediciosa novela de J. G. Ballard, representa un salto de ambiciones de una magnitud inimaginable en la filmografía del cineasta británico, que hasta ahora se ha nutrido de películas más bien pequeñas si bien de apabullante personalidad. Con High Rise ingresa en otra liga, determinado a medirse con los más grandes, como cuando Fellini hizo La dolce cita o Scorsese filmó Taxi Driver.
Excesiva, brutal y barroca, protagonizada por un Tom Hiddleston en la piel del respetable doctor Robert Laing, que busca el anonimato en un rascacielos de lujo, High-Rise es tan condenadamente fiel a la locura enfermiza y el ácido subtexto político de la fábula ballardiana sobre la lucha de clases que nos invita a preguntarnos de nuevo sobre la complejidad del proceso de adaptación a la pantalla. En el caso del inadaptable Ballard –que se lo pregunten a David Cronenberg–, dicha complejidad emerge una y otra vez como expresión sofisticada del relato moderno, de su naturaleza abstracta, intuitiva y visceral. El sexo y la violencia, el discurso nihilista y el pesimismo respecto a la condición humana, entendida como una especie esencialmente depredadora (y hedonista), ocupa el primer plano de una película incontrolable y feroz que no se debe nunca a la historia que nos cuenta (o que debemos intuir que nos cuenta), sino al inclemente sentimiento de extravío moral que corre por sus venas y a la caracterización de unos personajes que, como escribió el propio escritor inglés, solo encuentran la libertad refugiándose en la demencia.
A partir de esa locura aparentemente ingobernable, el relato de High-Rise es mínimo y primordial. Encerrado en el rascacielos de hormigón filmado como un personaje más, una presencia casi satánica que se apropia del destino del doctor Liang, el filme construye una realidad paralela retro-futurista en la que los vecinos de abajo se rebelan contra los de arriba, hasta que sin apenas darnos cuenta sus espacios se convierten en un verdadero campo de batalla, sangriento y demencial. Cómo el hedonismo da paso al embrutecimiento, el humor a la enajenación, el sexo a la destrucción, no lo sabemos exactamente, pero entendemos que el estilo de vida de los excéntricos inquilinos –encadenando fiestas regadas de alcohol y drogas, orgías alimentadas de violencia– solo podía conducir a la anarquía y la destrucción que se apropia de la pantalla. La utopía imaginada por el arquitecto que vive en el ático (Jeremy Irons), convertido en un jardín donde galopan caballos y se impone una perversa noción del paraíso, da paso a la distopía apocalíptica. El descenso a los infiernos es tan inmediato como irreversible.
El talento satírico de Wheatley es de carácter hiperbólico y retorcido, y allí donde el humor gobierna –podemos entender el filme, si queremos, como una comedia poseída por el Diablo– siempre asoma el subtexto antropológico y político, la competividad social en su expresión más cruda. En la visión de la era pre-Tatcher que Ballard imaginó y que Wheatley pone en forma reconocemos una visión exagerada y sin aparentes límites de los años setenta, si bien la estilización de la época no hace más que remitirnos a un cierto porvenir, o quizá a un presente en que el capitalismo ha vencido todas las batallas posibles. La parábola que desde la más consciente ambición cinemática pone en marcha el filme es una suerte de fantasmagoría tan real como lo era La naranja mecánica de Kubrick, sin duda uno de los referentes explicitados en el filme, cuyo fascinante diseño visual también se hermana con las abstracciones arquitectónicas de Antonioni y de Godard, o con la bilis filosófica de Pasolini y Cronenberg. Así, High-Rise nos arrastra con todo su barroquismo y descontrol al estado anárquico de una civilización putrefacta, condenada a destruirse a pesar de sí misma. Desde su devastación cómica y energía pesadillesca, la nueva obra de Weatley emerge como una extraordinaria conquista cinematográfica.