Manu Yáñez

No han pasado ni tres meses del estreno (en España) de la abrasadora Sunset Song y ya tenemos la fortuna de reencontrarnos con el talento desbordante del británico Terence Davies, que en Historia de una pasión (A Quiet Passion) no solo revoluciona las formas el biopic con su aproximación a la vida y muerte de Emily Dickinson, sino que también elabora una de sus obras más confesionales, tanto a nivel personal como artístico. A lo largo de los años, en numerosas entrevistas, Davies ha hablado de manera bastante cruda –con esa honestidad brutal que resquebraja su universo romántico– sobre su celibato y sobre la experiencia tortuosa de la inviabilidad del amor. En ese sentido, en un primer nivel de lectura, la figura de Dickinson deviene en Historia de una pasión un reflejo del tormento interior del cineasta, canalizado en un drama que parece invocar el espesor emocional y la hondura existencial del cine de Ingmar Bergman.

En cuanto a la identificación entre poetisa y cineasta, no hay una escena más crucial y estremecedora que aquella en la que Dickinson comparte confidencias nocturnas con su afable cuñada, durante una pausa en sus quehaceres creativos. “Tengo una rutina, la concesión de Dios a mi pequeñez”, afirma la artista, cuya imagen en semiperfil, en plano medio, sentada en su pupitre, estilográfica en mano, se convierte en el principal leit motif visual de la película. Y luego, a propósito de su renuncia al amor, Dickinson –encarnada con temblorosa fortaleza por una iluminada Cynthia Nixon– explica cómo “nos engañamos a nosotros mismos y a los otros… es el peor tipo de mentira”; a lo que la cuñada responde: “Pero en lo que se refiere al alma, eres rigurosa”. “El rigor no puede sustituir a la felicidad”, remata la poetisa. Imposible no escuchar a Davies en este himno estoico a la resignación romántica. Aunque, más allá de la comunión entre el cineasta británico y la autora norteamericana, lo que resplandece aquí es la complejidad del retrato que se nos ofrece de la figura de Dickinson: una mujer atrapada entre el fundamentalismo religioso y el machismo de su tiempo, pero sobre todo una artista tocada por una humildad casi flagelante y al mismo tiempo por un orgullo inquebrantable.

“Mis Esplendores son Domésticos / Más su Espectáculo Sin par / Deleitará a los Siglos / Cuando yo, sea cosa pasada / Una Isla de Hierba deshonrada / Solo por escarabajos – conocida”, escribió Dickinson en 1861. Más de un siglo y medio después, Davies, en su película más hablada, parece haber encontrado el modo perfecto de contrapesar la suprema humildad de la poetisa con su compromiso artístico con la Eternidad. Del lado de la fragilidad, el director de El largo día acaba no tiene contemplaciones a la hora de presentar a Dickinson como una mujer acomplejada por su supuesta falta de atractivo: en su genuino apego a la familia y en su autoencierro artístico, late la sombra de la cobardía a la hora de enfrentar los laberintos sociales y físicos del amor. Aunque, como no podía ser de otra manera tratándose de Davies, la protagonista no es juzgada de un modo tajante: en una de las escenas más memorables de la película, Nixon se eleva al Olimpo de la interpretación al mostrarnos el vértigo supremo, de ojos vidriosos y pulso acelerado, con el que Dickinson espera impaciente y valerosa la reacción de un párroco (objeto de su admiración) que lee un poema que ella acaba de regalarle. El espectador que alguna vez haya regalado un texto preciado a un ser amado, un acto de pura entrega personal, experimentará en este momento, con toda seguridad, una emoción profunda.

Del lado de la grandeza, Davies no escamotea escenas al retrato de la cara más orgullosa de Dickinson. Su rectitud moral, afianzada en su visión idealizada del amor y la virtud, desemboca en un arrebato de intolerancia cuando la poetisa descubre la infidelidad de su hermano. En otro de los numerosos momentos de clarividencia de la película –construidos sobre diálogos a veces mordaces, a veces afectuosos, casi siempre epigramáticos–, Dickinson se enfrenta a un editor que se ha atrevido a cambiar una coma en uno de sus textos: “La claridad es una cosa, la obviedad otra”, le espeta la poetisa. Una sentencia que bien podría caracterizar toda la obra del director de Voces distantes: un especialista en dotar de matices emocionales y de sofisticación expresiva las vivencias de personajes aparentemente unidimensionales. Así, la vida de una artista que opta por la reclusión en su rigurosa senda vital y artística da pie, en manos de Davies, a una obra polifónica: una meditación sobre el precio de la rebeldía, el misterio de la creación artística, la historia y la cultura norteamericanas, la finitud de la vida y el sueño de la eternidad.

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La naturaleza indomable de Historia de una pasión se percibe con claridad en el delicado tránsito entre dos mitades con tonos y modos disímiles. La primera emerge marcada por una ligereza que aflora con vigor en las batallas de ingenio que protagonizan Dickinson y su amiga y cómplice Vryling Buffam (Catherine Bailey): unos diálogos que parecen imbricar la elegante prosa de Edith Wharton (a quién Davies adaptó en La casa de la alegría) con la punzante acidez de la voz en off de Of Time and the City, la elegíaca oda fílmica que el director británico dedicó a la ciudad de Liverpool. Por su parte, la segunda mitad se erige en una pieza de cámara agónica y claustrofóbica, un tour de force de cine en minúsculas, en el que todavía quedan residuos de las convenciones del biopic –muertes, enfermedades, terremotos familiares–, pero donde la esencia ya reposa plenamente en los márgenes de la biografía en mayúsculas: en los tiempos muertos, en la lenta fortificación de la soledad, en los ecos de la evanescencia y la trascendentalidad de una vida; en definitiva, en la aprehensión de la incertidumbre que marcó la existencia de Dickinson. Un misterio que retumba asordinado en una de las especialidades del director de The Deep Blue Sea: la representación del espacio doméstico como una tierra insondable. En uno de los planos inolvidables de la película, la cámara traza una panorámica circular que condensa, en una retahíla de objetos familiares, la armonía del hogar de los Dickinson. Sin embargo, ese calor protector, encapsulado en la imagen que abre la panorámica de 360º –el semblante sereno de la joven Emily (vibrante Emma Bell)–, se ve cuestionado por la vuelta al rostro de la protagonista, ahora acongojada por un malestar de naturaleza evidente y motivos imprecisos. Y todavía hay quién habla de Historia de una pasión como de un film académico.

En cuanto a los tempos del relato, Davies encuentra en el ordenamiento sincopado de las continuas elipsis, las estampas cotidianas y los motivos visuales recurrentes una fascinante representación de la concepción dickinsoniana del tiempo: “Desde entonces – Siglos – y sin embargo / Se hace más corto que aquel Día / En que advertí las Cabezas de los Caballos / Apuntando hacia la Eternidad”, escribió la poetisa en 1863. Siglos que parecen días, cortes de montaje que parecen años. En un pasaje sublime de Historia de una pasión, Davies engarza dos momentos trágicos de la vida de Dickinson –la boda de su amiga Vryling y la muerte del padre– a través de un sinuoso corte de montaje y de un inspirado recitado en off de otro gran poema: “Mira atrás en el tiempo, con benévolos ojos / Él hizo sin duda lo mejor que podía / Qué suavemente se hunde aquel trémulo sol / En el Poniente de la Naturaleza Humana”. Un elogio a la figura paterna que en la película encarna con ecuánime y dulce rectitud Keith Carradine, que asume la misión de redimir a los numerosos padres déspotas de la filmografía de Davies. Aunque la verdadera joya de la corona es la madre de Dickinson, Emily Norcross (rotunda Joanna Bacon). A diferencia de la mayoría de madres del cine del británico, Norcross no vive atenazada por la pobreza y el maltrato, pero la melancolía paralizante sigue ahí: una amargura connatural y por ello definitivamente trágica.

Historia de una pasión puede no ser la obra más suntuosa de Davies; sin embargo, el encuentro entre el cineasta y Dickinson convierte esta película en una privilegiada caja de resonancia en la que apreciar, en todo su esplendor, la personalidad del autor de La biblia de neón. Es también la primera película en la que Davies, un nostálgico recalcitrante, se atreve a utilizar los efectos digitales para enriquecer su poética del tiempo: ver cómo el rostro de la joven Dickinson (Bell) se transmuta, en plano sostenido, en el de la Dickinson adulta (Nixon) me produjo tal sorpresa que me hizo pensar en el asombro de los primeros espectadores del cine primitivo. Y aunque el título original de la película, A Quiet Passion (Una pasión discreta/tranquila), es mucho más sugerente que el título español, la traducción al castellano del último verso que escuchamos en la película (“Judge tenderly – of Me”) podría contener un significación especial: “Juzgadme con ternura”. Ternura: la palabra con la que terminan, secretamente, todas las películas de Davies.