Historia de una pasión es una exquisita pieza de cámara con el que Terence Davies (El largo día acaba) nos invita a los interiores de un hogar no tan alejado del que habitaban las familias de sus dos primeros largometrajes. Ocurre que aquí estamos ante una suerte de biopic de Emily Dickinson y el cineasta es fiel a quien quiere retratar, por lo que no tiene problema en renunciar a varios de los rasgos autobiográficos y estilísticos que le han hecho célebre. En A Quiet Passion no se cantan canciones a pleno pulmón, no hay apenas travellings que atraviesen el tiempo y el relato es lineal, pero Davies logra que una casa, y más concretamente una habitación, encapsule el universo creativo y emocional de la célebre poetisa estadounidense. La forma es el fondo y al revés. La austeridad del relato, que se percibe tanto en los escasos escenarios como en la discreción de los movimientos de cámara, es acorde al retrato de una Dickinson retraída, encerrada en sí misma y en constante conflicto con un mundo exterior que anhela tanto como teme. Cuando la posibilidad de la pasión, del amor, irrumpa en su vida lo hará de forma difusa a través de la ventana de su alcoba, donde vislumbraremos la silueta del hombre deseado. No debería sorprendernos entonces que, cuando Dickinson llore una muerte dolorosa, lo haga también en su habitación. La cámara, en uno de los escasos travellings majestuosos que se permite, abandonará el seguicio fúnebre en el exterior y se elevará hasta la ventana en la que la protagonista se asoma para mirar el féretro por última vez. Es un gesto formal respetuoso: Davies dirige su mirada fílmica hacia Dickinson, hacia su mundo. CM

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