Víctor Esquirol (Festival de Locarno)

La rueda de prensa de Hotel by the River fue sin duda uno de lo actos más concurridos de la 71ª edición del Festival de Cine Locarno. Aquella pequeña carpa donde se celebran estos encuentros, situada a pocos metros de la Piazza Grande, se llenó hasta los topes, en una atípica pero a la vez reveladora escena. Está claro que Hong Sang-soo era este año uno de los hombres más esperados en el certamen del Ticino. Su cine es generalmente idolatrado por la cinefilia que ahí se congrega, y llegaba además con ese aura que sólo puede despertar la figura del hijo pródigo. Desde que ganara el Leopardo de Oro en 2015 con Ahora sí, antes no, no se le volvió a ver por aquí. Había ganas, pues, de volver a descubrir un trabajo suyo en el escenario que le encumbró. Pero también había ansias por ver en qué estado iba a llegar el maestro. Las especulaciones giraban, como de costumbre, en torno a su estado de salud, pero sobre todo interesaba ver con quién iba a ir cogido de la mano. La cuestión trasciende lo morboso, dado que pocos cineastas vuelcan tanto de su propia vida en su obra.

Existe la conciencia general, muy fundamentada, de que seguir el rastro de películas de este director es algo así como leer su autobiografía en directo. El tono usado y las temáticas abordadas hablan, seguramente, de las inquietudes, inseguridades, remordimientos y otros fantasmas que en aquel momento le acompañan. Una ruptura sonada; una nueva relación igualmente llamativa. Musas que se van y musas que vienen… pocas veces las páginas del corazón han podido leerse con más coartada cinéfila. En esta tesitura, los acólitos llegaban a la cita con noticias que se contradecían las unas a las otras. Algunas informaciones hablaban de una separación entre Hong Sangsoo y Kim Minhee; otras hablaban ya de reconciliación. Pero, ¿y la rueda de prensa? Ahí estaban. Sentados en la misma mesa, a pocos centímetros el uno del otro, con actitud relajada… pero sin regalar ningún gesto o mirada, o mucho menos declaración que pudiera despejar dudas. La película que acabábamos de ver, para más inri, no había hecho sino tapar el cielo con negros nubarrones.

Se olía la tormenta y, efectivamente, cayó una buena. Nevó mucho, tanto que el suelo quedó completamente cubierto de blanco. Cuando por fin se despejó el panorama y salió el sol, esta especie de lienzo por pintar se hizo infinito. Momentos después, un poeta diría a sus hijos que se debía tener la cabeza tanto en la tierra como ahí arriba. De esto va Hotel by the River, de reunirse con seres queridos para despedirse. El viejo artista, el del poema, convocó a sus vástagos sin dar demasiadas explicaciones, más allá de una ubicación misteriosa: la de un pequeño hostal a orillas de un río, enclave limítrofe entre las dos Coreas. El tránsito, el ver o estar en dos sitios a la vez, iba a ser una de las constantes de la película. Mientras no llegaban los hijos, dos mujeres (una de ellas, Kim Minhee) se daban cita en una habitación del mismo establecimiento. Una necesitaba urgentemente la compañía de la otra. Venía de una traumática ruptura amorosa (ay…), y sufría de heridas que sólo sanarían con buena compañía. Y por fin llegaron los hijos (uno de ellos, por cierto, director de cine)… sólo para descubrir a una figura que se apaga, un padre cansado de los engaños, del dolor infringido y del sufrido, de los corazones rotos.

Para comprender el alcance de Hotel by the River, resulta pertinente rememorar las revelaciones de Grass, el anterior trabajo de Hong, donde las variaciones y repeticiones marca de la casa confirmaban la existencia de un ciclo: un bucle sin fin en el que los personajes estaban condenados a repetir los mismos errores, con más o menos tragos de soju (eterna excusa), pero siempre con el mismo final escrito en el destino. Aquellas borracheras dejaron de tener gracia, y las conquistas, amigos y otros satélites se convirtieron en fantasmas. Pues bien, en Hotel by the River el río siguió avanzando por estos cauces. El blanco y negro adquirió un tono funesto que se fue ennegreciendo a cada nueva línea de diálogo. Los gags recurrentes, así como las expediciones etílicas a horas intempestivas, no buscaban el alivio cómico, sino reafirmar la autoría, muy presente desde unos títulos de crédito narrados por el propio Hong.

En Hotel by the River, la figura del cineasta surcoreano se manifiesta más desdoblada que nunca. Se palpa en el personaje del poeta, en el director de cine, en el hermano de éste e hijo de aquel, en la mujer de las heridas, en su amiga. Y el cuadro en el que todos conviven se fractura gracias a los habituales zooms de Hong. Donde antes había intercambio de ideas y de impresiones que respondían a una misma concepción (¿o aceptación?) de la realidad, ahora impera la confrontación. El punto de vista también se desdobla. La cámara, que antes creía controlar a todo el mundo desde la comodidad del estático, se ve obligada a barrer de un lado para otro. Buscando caras. Encontrándolas, pero ahora por separado.

Todo esto ejecutado con tanta sencillez que, como siempre, todo parece casi improvisado. Pero no. “No estamos hechos para entender la vida o el amor”, declaró Hong Sangsoo sin siquiera mirar a Kim Minhee, “sólo podemos experimentarlos”. Y así sigue experimentando (y sufriendo) el cineasta. Entre las dos Coreas. Entre la orilla y el río. Entre el cielo y la tierra. Entre el amor y el desamor; la vida y la muerte. Sin carga política, sólo poética. Siempre en tránsito hacia lo que se esconde detrás de la etiqueta “crepuscular”; hacia una casilla de “Fin” que, no sin razón, asusta. ¿El fin del amor como fin de la vida? Lo insinuaban las formas cinematográficas; lo aclaraba la carga simbólica del texto. A través de esto último alcanza la trascendencia Hotel by the River.