Gonzalo de Pedro Amatria

La nostalgia, la conciencia del paso del tiempo, ese tempus fugit clásico, es uno de los motores más poderosos de mucho cine documental de los últimos años, especialmente aquel que se enfrenta al material de archivo familiar, a la propia vida desde la perspectiva de quien mira pasar algo que no volverá. Un gesto retrospectivo que tiende a producir un abismo en la conciencia de la temporalidad de la vida: las imágenes del pasado nos devuelven al presente, y se constituyen como la prueba palpable de nuestra propia mortalidad. Algo de eso hay en La película de nuestra vida, opera prima del catalán Enrique Baró, que se acerca a una casa familiar de veraneo en la que se agolpa la memoria de varias generaciones para retratar un espacio que, si no ha desaparecido todavía, sí conserva los ecos de tiempos pasados, veranos felices, películas caseras, tardes de agosto. Sin embargo, y por eso La película de nuestra vida es una película singular en el contexto, no solo del cine español, sino de la larguísima tradición de cine documental de índole familiar, Baró esquiva la nostalgia paralizadora, y sobre todo, huye de la fetichización del material de archivo para construir una película que celebra la vida en toda su dimensión, muerte y tiempo incluidos.

La película de nuestra vida es una película sobre la memoria, sobre la familia, sobre las imágenes del pasado y la manera en que podemos dotarlas de vida, pero es sobre todo una película sobre una sensación, un gozo, un cierto recuerdo, casi sensorial, y una conciencia del disfrute: la vida como terreno propicio para bailar, jugar, representar, hacer el ganso, cantar y beber. Frente a esa idea de la nostalgia tan pegada a lo lacrimógeno, Baró opta por una película casi humorística, que a través de puestas en escenas, recreaciones, juegos ficcionados con su propia familia (o no) trata de recomponer inútilmente las piezas rotas de esos veranos, la memoria de ese espacio, de esas películas amateurs grabadas sin más conciencia que la del propio disfrute.

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La película de nuestra vida es, de alguna manera, la extensión natural de esas películas veraniegas, rodadas al calor de los agostos, entre la sombra de los árboles, para consumo interno y familiar. Un divertimento, un juego entendido como un camino de exploración. Sin solemnidad, y convirtiendo lo personal en colectivo, la familia de la película, compuesta por actores y verdaderos familiares del director, acaba funcionando como una extensión de todas nuestras familias y de todos nuestros veranos. Un sabor compartido, una memoria común, en la que se inserta también el cine como vehículo de comunión y diálogo con el mundo. Es la película de nuestra vida. De todas nuestras vidas. Y ante ella, solo queda bailar hasta que salga el sol.