Avasallado por películas que repiten fórmulas y prolongan sagas, el espectador contemporáneo tiene pocas oportunidades de experimentar el descubrimiento de un film salvajemente innovador, genuinamente radical. Este crítico estuvo a punto de sufrir su primer ataque provocado por el síndrome de Stendhal durante la proyección, en el pasado Festival de Cannes, de Jeannette, la infancia de Juana de Arco, del francés Bruno Dumont. Y es que, ¿quién podría haber previsto que un musical sobre la infancia de Juana de Arco protagonizado por actores no profesionales, poco diestros en el arte del canto y la danza, podría invocar emociones tan profundas? Los adeptos a la obra de Dumont estábamos avisados: el director de El pequeño Quinquin es conocido por su interés por la religiosidad –en un registro entre ascético y sensual– y por su capacidad para convertir en prodigiosa expresividad el quietismo de sus actores no profesionales. Sin embargo, Jeannette va más allá de lo imaginable en el modo iconoclasta en que hace colisionar la irreverencia y la solemnidad, lo corpóreo y lo metafísico, la elegancia de los encuadres y la aparatosidad gestual de los intérpretes.

Imaginen una fusión imposible entre la religión terrenal de Pier Paolo Pasolini, el ascetismo de Robert Bresson y la hilaridad indomable de los Monty Python; imaginen el más desaforado fervor religioso encarnado y sublimado en los poderosos movimientos de una niña (Lise Leplat Prudhomme) que parece estar protagonizando la mejor función escolar de la Historia. Un milagro fílmico perpetrado por el director de Camille Claudel 1915, que aquí toma como referente literario la poesía de Charles Péguy, como fuente sonora la música de Igorrr –entre el death metal y el trip hop– y como guía psicomotriz las coreografías experimentales de Philippe Decouflé, entre el ballet y las embestidas rock. Ver para creer.