Manu Yáñez

Pese a la fuerza torrencial del humor gestual de Jerry Lewis –su seña de identidad más reconocible–, mis dos momentos favoritos del cine del gran comediante norteamericano se caracterizan por la ausencia del humorista. Maestro de la mueca espástica, genio del gag físico, Lewis fue mucho más que una presencia desbordante, mucho más que un payaso irreverente y convulso. Su talento trascendió los límites del encuadre y se manifestó con particular brío detrás de la cámara. En mi escena predilecta de El profesor chiflado (1963) –una suerte de interludio en la primera transformación del apocado Profesor Julius Kelp en el petulante Buddy Love–, Lewis llevó hasta lo sublime la fuerza transgresora del fuera de campo cinematográfico. Jugando con las expectativas de un espectador convencido de que Kelp debía haber mutado en un horroroso Mr. Hydem, Lewis se recreó en un prolongado plano subjetivo de Kelp/Love en el que una serie de transeúntes se mostraban atónitos ante la presencia del supuesto monstruo. Generando una maravillosa suspensión del efecto cómico, que sólo estallaba cuando un contraplano (en el interior de un club de jazz) revelaba la inesperada “guapura” de Love, Lewis nos invitaba a experimentar el efecto embriagante de lo que Carlos Losilla ha denominado como la imagen ausente. Para el crítico español, durante aquel tránsito casi silente por una calle de paseantes patidifusos, el rostro todavía no revelado de Love (siempre el de Lewis) “podía ser cualquier cosa, bello o monstruoso, porque, más allá del resultado final, rompía tanto el orden social como el cinematográfico”.

Bajo esta perspectiva, es posible ver a Lewis como un genio de la comedia del desconcierto, no sólo de la risa sino también del asombro y la estupefacción, lo que en los últimos tiempos se ha dado en llamar el post-humor o humorismo. Aunque la revelación más trascendental del contraplano invisible de El profesor chiflado apunta a la creatividad formal sin límites del cine de Lewis, su condición de cineasta heterodoxo al tiempo que popular, creador de figuras visuales que sacudían los límites de la lógica y la percepción.

Mi otro momento favorito del cine de Lewis es aquel en el que Herbert H. Heebert, el traumatizado protagonista de El terror de las chicas (1961), se desdobla en cuatro Herberts que corren escopeteados –cuales Looney Toones de la Warner Bros– por los pasillos y escalinatas de la casa de muñecas gigante que se erige en escenario principal del film. Herbert se multiplica en cuatro cuerpos gemelos al ser incapaz de enfrentar la presencia de un numeroso grupo de atractivas mujeres, las habitantes de una “residencia para chicas”. La neurosis e inoperancia social del protagonista –un arquetípico niño grande– fulguraba en este arrebato surrealista que emparentaba el film con la obra de Frank Tashlin, mentor de Lewis, y que antecedía el juego de los múltiples Mr. Hulots de Playtime (1967), la obra maestra de Jacques Tati. Una paradoja visual que llevaba al paroxismo el componente cinético de la obra de Lewis y que volatilizaba la noción de “identidad” como un cuerpo compacto: si algo le gustaba al director de El botones (1960) era escindir o desmontar la psique de sus criaturas.

Concebida y ejecutada décadas antes de la llegada del cine digital, la escena de los cuatro Herberts se presta a un misterio elemental: ¿era alguno de esos hombres a la carrera el del verdadero Lewis o se trataba de cuatro dobles de cuerpo? ¿Estaba Lewis ahí o, como en la imagen ausente de El profesor chiflado, el actor/director prefería esconderse en el fuera de campo? Confiando en el poder ilusorio de la puesta en escena, Lewis era capaz de renunciar a su talento gestual para invitarnos a crear imágenes humorísticas que pululaban por nuestra mente como acertijos imposibles y atentados a la lógica. Desapareciendo de la pantalla, o desdoblándose hacia el abismo, Jerry Lewis nos demostraba, una y otra vez, que él siempre estaba ahí.