Algo que resulta fascinante a los profanos sobre el trabajo actoral son esos mitos sobre la capacidad de llevar la conexión sentimental con los personajes hasta los extremos más íntimos y recónditos. Cuando el asunto del método se vuelve realmente interesante –o irritante, según a quién se pregunte en el set de rodaje– es ese momento donde la psique, las emociones, y, en definitiva, las personalidades de interpretante e interpretado se difuminan tanto entre sí que nos enfrentan a una pregunta fundamental: ¿cómo se construye nuestra identidad? ¿O qué significa ser quiénes somos?

Este es el punto fundamental sobre el que habla el documental Jim y Andy. Recientemente estrenado en Netflix, está dirigido por Chris Smith y uno de sus productores es Spike Jonze, que, recordemos, es el director de Cómo ser John Malkovich (1999), film que ya desde su título era explícito en cuanto a la cuestión de convertirse en alguien distinto. Jim y Andy se disfraza de recopilación de los diarios de rodaje de la película Man on the Moon, pero este solo es el punto de partida sobre el que se erige un filme que va mucho más allá de un making of para fans. Cabe mencionar que el director del biopic, Milos Forman, es también autor de obras como Alguien voló sobre el nido del cuco (1975) o Amadeus (1984), dos obras cuyo principal nexo en común es que el protagonismo recae en dos lúcidos chiflados. Lo mismo ocurre con la película sobre el comediante Andy Kaufman que el autor checo presentaba allá por 1999. Kaufman, por supuesto, no era ningún desquiciado, sino que, en un alarde de compromiso con su trabajo, conseguía llevar sus rutinas cómicas hasta un extremo mucho más allá de la performance y el humor. Lo que Kaufman lograba era llegar a un trance delirante donde la risa del público surgía de forma incontrolable y sincera. Para ello provocaba al auditorio hasta llevarlo a la perturbación, el malestar y la confusión, transformándose por el camino en personajes patosos y desequilibrados, que al final del número se revelaban como una máscara detrás de la que había un bromista al tanto de la situación.

El documental que nos ocupa combina las grabaciones de la producción (material inédito censurado en su momento por la Universal), imágenes de archivo de Kaufman y una entrevista de Chris Smith a un cercano Jim Carrey realizada recientemente. En el momento de la realización de Mano n the Moon, Carrey contaba con el aura de estrella que le otorgaban los sonoros triunfos en taquilla de películas como Ace Ventura, un detective diferente (Tom Shadyac, 1994), La máscara (Chuck Russell, 1994) o Dos tontos muy tonto (Peter y Bob Farrelly, 1994). Pero el actor anhelaba algo más en su carrera, y sus aspiraciones artísticas se vieron hasta cierto punto colmadas cuando consiguió el papel protagonista –cásting mediante, algo a lo que el actor no estaba acostumbrado– en el biopic de su ídolo. Desde luego, se lo tomó en serio. Para desconcierto de Forman y sus compañeros de reparto –Danny DeVito, Paul Giamatti o Courtney Love, entre otros–, Carrey decidió que quería dejar de ser Jim para convertirse en Andy, y que lo sería todo el tiempo que durase el rodaje. La cosa se complica un poco más si recordamos que uno de los personajes más celebrados de Kaufman era su álter ego Tony Clifton, un dislate con cuerpo de Elvis (aún más) vicioso, malhablado e irascible, cuya personalidad siempre al borde de lo desagradable y cuya inflexión de voz forzadamente nasal convertían sus conciertos en una verdadera humorada. Y retorciendo aún más el asunto, resulta que Kaufman compartía este personaje con su amigo y socio Bob Zmuda, y que era difícil reconocer cuando lo habitaba uno u otro. Las escenas ya son lo suficientemente delirantes y extrañas cuando Kaufman está a los mandos del cuerpo de Carrey, pero cuando Clifton toma el control, la película estalla de gozo, siendo memorables sus incursiones furtivas en Amblin, la productora de Spielberg, o en la mansión Playboy.

Las imágenes de la vida de Kaufman y las del rodaje de su biopic están conducidas por el hilo común de la entrevista a Carrey. Este se sincera ante el espectador y nos lo encontramos especialmente sensible y meditabundo. El protagonista de Una serie de catastróficas desdichas de Lemony Snicket (2004) se encuentra en un momento de crisis personal y en sus reflexiones se detecta un poso de amargura y cierta tendencia a la divagación, pero la impresión general es la de estar ante una voz privilegiada. Otras de sus películas tienen su hueco en el metraje para conformar, junto a Man on the Moon, lo que podríamos considerar su tetralogía de la identidad. La máscara (Tom Shadyac, 1994) convertía a Carrey en un seductor y concupiscente Hyde: la película ya daba pistas de la disociación identitaria entre el actor y sus encarnaciones de fantasías evasivas. Luego, en El show de Truman (una vida en directo) (Peter Weir, 1998), la realidad se revela como una construcción del demiúrgico productor interpretado por Ed Harris: el film revelaba el simulacro de la dicha y el éxito del actor. Y, por último, Olvídate de mí de Michel Gondry (2004) alertaba sobre el riesgo de intentar borrar los recuerdos traumáticos, pues la memoria es la última garantía de nuestra singularidad: el actor ponía finalmente al descubierto su melancolía.

Lo realmente fascinante de Jim y Andy es la posibilidad de ver a un actor (Carrey) poseído hasta ese límite por su personaje (Kaufman). Un ejercicio de entrega a través del cual, paradójicamente, el actor descubre algo esencial acerca de sí mismo. Un juego de identidades en el que, por otra parte, se manifiesta una verdad universal: la consciencia de que la propia identidad –nuestros anhelos, sueños y aflicciones– no es más que un relato que vamos contándonos a lo largo de nuestra vida. Un relato, que, como el del “hombre en la Luna”, en ocasiones es más auténtico y otras veces es más simulado. Al fin y al cabo, como decía Bill Hicks –otro heterodoxo del humor salvaje–, la vida no es más que un paseíllo.

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