Locarno recibió a Jonas Mekas con un día lluvioso, y la proyección-homenaje de Walden (1965-1969) –aprovechando la presencia del legendario director para acompañar el estreno de I had nowhere to go, la película de Douglas Gordon basada en sus diarios– fue un pequeño regalo a los más devotos, que se acercaron bajo el viento y el agua a L´Altra Sala para ver la única proyección en 16mm de todo el festival, acompañada de una larga presentación a cargo del propio Mekas. La introducción arrancó con mucho sentido del humor, con el cineasta desvinculándose de esa tradición en la que se le suele incluir: “No existe el cine experimental. Ese término se lo inventó un enemigo del cine. Es una palabra que asusta a la gente. Yo no hago cine experimental”. Mekas puso en duda incluso su condición de cineasta: “I´m not a filmmaker, I´m a filmer” [“No soy un cineastas, soy un filmador”], y habló de amigos, familia, vida, cine, archivos, su obsesión por filmar, y la idea que todo lo une y anima, desde su trabajo como cineasta hasta su trabajo como archivero, conservador, difusor y programador: la generosidad, la necesidad de compartir aquello que le gusta. Las cosas que hacen batir fuerte el corazón, como dijo Chris Marker.
Esa referencia a sí mismo como un filmador, un hombre acompañado de una cámara, explica la conexión profunda entre cámara y cuerpo, tan presente en el cine de Mekas: la cámara es una extensión del cuerpo, que se encarna en la película. O como explicara Josep María Catalá en el libro La casa abierta: “El cineasta documental, especialmente el relacionado con los movimientos documentalistas surgidos a finales de los años cincuenta, tiende a dejarse llevar por la cámara a través de la conexión fluida que ésta establece con la realidad. Al contrario que los cineastas de ficción, y los documentalistas anteriores, no domina la cámara con su imaginación (posiciones, planos, movimientos, etc.), sino que tiende a acompañarla con el cuerpo. El cine se convierte entonces en un fenómeno corporal y deja de ser imaginativo”. Un cine corporal, pegado a la vida, casi intuitivo y ferozmente libre.
Walden es quizás la mejor, o la mayor, expresión de lo que constituyó la vanguardia neoyorquina a comienzos de los años sesenta: un cine que reivindicaba lo amateur, la libertad absoluta, tanto de medios como de ideas y formas, y la total independencia respecto a la industria cinematográfica. Walden, que el propio Mekas explicó que no nació como una película, sino como la unión, a petición de alguien que quería proyectar su trabajo, de mucho material filmado a lo largo del tiempo, es una compilación de fragmentos, diarios, notas y bocetos que recorren episodios de la vida de Mekas, su familia y amigos; fragmentos puntuados por pequeños intertítulos, músicas o la voz del cineasta, que parecen agruparse de manera natural, siguiendo el curso de las estaciones y el discurrir del tiempo. Todo está filmado sin aparente preocupación por el encuadre, o la forma, como si la cámara fuera de verdad una extensión natural del cuerpo, un hombre-cámara constante, que filma la belleza de lo cotidiano: la nieve, el sol, un reflejo, animales, amigos, coches que pasan, la vida en la ciudad, o la vida en el campo. El montaje, apenas aparente, lo realiza Mekas en parte en directo, en la filmación, con la propia cámara, y esa técnica de montaje casi instintivo contribuye a realzar esa sensación de fusión total entre el hombre, la cámara y lo filmado.
¿Y por qué Walden? Bien es sabido que Walden, antes que ser el famoso libro de Heny David Thoreau, es el nombre de un lago aislado en el estado de Massachussets, al que Thoreau se retiraría para profundizar en el conocimiento de sí mismo, en busca de la posibilidad de una vida plena, aislado del mundo moderno, y en conexión con la naturaleza. Walden simboliza por tanto la utopía de la vida en conexión con el mundo, la aspiración de una vida en armonía con lo natural. El propio Mekas ha explicado en alguna ocasión el por qué del título de una película que es, frente al libro de Thoreau, eminentemente urbana: “Nueva York es mi Walden”. Y así es: la ciudad cobra una importancia capital en la película, que deambula por las calles, entra y sale de la ciudad, va y viene, y filma una y otra vez las estaciones, el presente, el pasado. El aparente desorden de la película es en realidad una expresión del orden natural de las cosas, una armonía en la que las estaciones se suceden y los animales, las personas, las ciudades y las cosas dialogan de igual a igual: Roscoe, el burro de Stan Brackhage es tan importante como un amigo de Mekas, y ambos merecen un intertítulo, un capitulo, unos instantes de filmación en ese río de imágenes que acompaña a la vida y se entremezcla con ella. Pese a que Mekas insista en que todo lo que aparece es real, lo cierto es que la película va más allá de lo real, y se convierte en una reivindicación de lo vivido, del tiempo pasado, de un presente continuo que se extiende y se suspende hasta el infinito. Porque por encima de los amigos, los paisajes, la ciudad, el verdadero protagonista de Walden es el tiempo: un tiempo que desaparece al tiempo que permanece condensado en los fotogramas. Además, Mekas propone un vínculo singular con la historia del propio medio, empapándose del espíritu de aquel cine de los orígenes que era celebración del movimiento, del color, de lo ilusorio y pasajero: una herencia que le sirve para proyectarse en el presente.
Así, en Walden emerge una conciencia del hoy, del ayer, del futuro, que pasa por un equilibro en el que las manifestaciones políticas de los sesenta, en contra de la guerra, a favor de la paz, están a la misma altura que las fiestas, la llegada del otoño, o la despedida de la primavera. Walden es la utopía de una vida plena, y la utopía de un cine pleno: “They tell me I should be always searching. But I´m only celebrating what I see (…) Just watch these images. Nothing much happens. The images go. No tragedy, no drama, no suspense. Just images. For myself. And for a few others” [Me dicen que debería estar siempre buscando. Pero yo me limito a celebrar lo que veo (…) Mira estas imágenes. No sucede casi nada. Las imágenes pasan. Sin tragedia, sin drama, sin suspense. Sólo imágenes. Para mí mismo. Y para los otros], como dice la voz del propio Mekas hacia el final de las tres horas de metraje. Y quizás no haya mejor definición del sentido del cine, y del sentido de un festival: solamente imágenes, para compartir con los demás. Solamente eso. Y mucho es.