El plano que ha causado mayor controversia en la filmografía de Tsai Ming-liang puede que sea aquél que sublima su gran obsesión. Nos referimos al famoso plano secuencia de Stray Dogs en el que la cámara enfoca los rostros de sus protagonistas durante dieciocho minutos, mientras éstos observan un paisaje pintado sobre un muro que el espectador no podrá ver hasta la siguiente toma (un plano general de la habitación en ruinas donde se hallan). Los tics imparables del personaje de Lee Kang-sheng –moviendo la cabeza y los brazos como si hubiese perdido el control de su cuerpo– denotan el poco interés que tiene por las vistas, a causa de su incurable hastío existencial. Sin embargo, la actriz que interpreta a la pareja, sentimental del vagabundo en esa toma final –un rol encarnado por tres actrices distintas– contempla, absorta, la pared que tiene enfrente. Durante esos dieciocho minutos somos testigos del calvario emocional que padece el personaje femenino mientras comprende y asimila aquello que está contemplando. Asimismo, sus ínfimas alteraciones faciales (una lágrima, un sollozo, unos labios temblorosos…) prueban que la asceta está pasando por un viacrucis. Como decíamos, esta escena resume los postulados espirituales que han marcado buena parte de la obra de Tsai. En otras palabras, los personajes del cineasta taiwanés de origen malayo se mueven en dos dimensiones distintas: la conciencia de ver y la conciencia de ser. Fiel a sus convicciones budistas, Tsai nos recuerda en sus películas que no podemos ser sin antes comprender aquello que nos rodea, y dicha aprehensión de la realidad sólo puede llevarse a cabo con el entrenamiento apropiado del sentido de la vista.

Desde 2012, el director de Good Bye, Dragon Inn ha realizado un conjunto de cortometrajes y mediometrajes (Walker, No Form, Diamond Sutra, Walking on Water, Journey to the West y No No Sleep) que diseccionan su imaginario espiritual. En cada una de las obras de la “serie” Walker reconocemos a Lee Kang-sheng –descalzo, encorvado y ataviado con una túnica roja de monje budista– moviéndose a un ritmo extremadamente lento por abarrotados entornos urbanos. Lo que para muchos son exasperantes recreaciones del choque entre globalización (o capitalismo) y espiritualidad, es en realidad una traducción cinematográfica, justa y libre, de ciertos postulados expuestos en el Sutra del Diamante, un texto budista sobre la naturaleza de la percepción humana, la práctica de la no-permanencia y el desapego del ego que presta su nombre a uno de los cortos de la “serie”. Journey to the West se cierra con un epílogo que proyecta el enunciado más célebre de Buda sobre cómo aprender a mirar el mundo en el Sutra del Diamante: “All conditioned phenoma / are like a dream, an illusion, a bubble, a shadow / like drew or flash lighting / thus we shall perceive them (Todos los fenómenos condicionados / son como un sueño, una ilusión, una burbuja, una sombra / como luz trazada o centelleante / así debemos percibirla).

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Puestos a analizar Journey to the West debemos señalar que su primera particularidad respecto a sus cortos hermanos es su apreciación temporal. Pese a durar veinte o treinta minutos más que el resto de obras de la “serie” Walker, este film repite la división en quince planos secuencia. Eso implica que las tomas duran el doble que en los otros cortos, causando un mayor efecto de dilatación espacio-temporal. La segunda diferencia es la incursión de un segundo personaje en la ficción: el actor francés Denis Lavant seguirá a Lee Kang-sheng por allá donde vaya. Y, por último, destaca la inaudita narratividad del film, su rasgo menos detectable. Inspirado lejanamente en una novela homónima china del siglo XVI, el mediometraje de Tsai pone en escena la huida del templo de un monje budista para embarcarse en un viaje a Occidente. Si bien en el libro su protagonista escapaba hacia la India para encontrar unos textos sagrados, la película muestra una expedición a Marsella, y será en la ciudad francesa donde Lee dará con un discípulo interpretado por el actor fetiche de Léos Carax. Las coreografías de Lee y Davant –como las de los demás cortos en que el monje actúa en solitario– fueron ideadas para hacer reflexionar al público sobre nuestra incapacidad de entender y percibir el entorno más cercano. Ninguno de los transeúntes marselleses (a excepción de una mujer en el metro) se detendrán a pensar qué (o quiénes) tienen delante. Sólo aquellos que se cuestionen la realidad se sumarán al estado catártico en el que se encuentran los protagonistas de Journey to the West. Como sugiere Tsai Ming-liang, el reto no es demasiado complicado. Tan sólo es necesario aprender a mirar.