Para aquellos que en algún momento intuimos que David O. Russell podía convertirse en un gran cineastas, el visionado de Joy deviene una experiencia particularmente frustrante. Y no tanto porque la película sea, en ultima instancia, un refrito de referentes con aroma a panfleto capitalista, sino porque el film permite atisbar el genio singular de O. Russell, un ímpetu heterodoxo que, película a película, se ha diluido en pos de un discurso vendible e inofensivo. Dicho esto, Joy arranca de forma tan fea como prometedora: con una parodia acartonada de un culebrón yanqui y con la voz en off de Diane Ladd perfilando un idílico cuento de hadas que no tarda en exhibir su reverso tenebroso. La fiereza con la que O. Russell satiriza los sueños y miserias de la clase media norteamericana resulta estimulante: el hogar pulcro y suburbial de la protagonista no tarda en revelarse como una casa del terror, mientras que el caos estético y rítmico no tarda en tomar las riendas de la representación.
Si algo ha distinguido al mejor O. Russell –el del, por ejemplo, las disfuncionales escenas familiares de El lado bueno de las cosas– ha sido su habilidad para dar sentido al caos. En la godardiana Extrañas coincidencias, se atrevió a exorcizar humorísticamente los demonios de una América extraviada entre el trauma de los atentados del 11-S y los espejismos de una sociedad de consumo que se precipitaba hacia “la crisis”. O. Russell sabe navega como pocos entre el desconcierto: hay algo original en su manera de combinar el descontrol (de sus actores, improvisando, y de sus personajes, a la deriva) y el control (del relato, gestionado dictatorialmente a través de bruscos cortes de montaje, flashbacks o insertos oníricos). En Joy, esta interesante orquestación del caos tiene un aire claramente lynchiano. A través de un extrañamiento subrayado por unos escenarios que apuntan al kitsch, O. Russel perfila, inicialmente, una ácida sátira al american way of life. Mientras, la Lynch-mania del conjunto se hace evidente en la inclusión en el reparto de dos musas del creador de Twin Peaks: Isabella Rossellini (la Dorothy Vallens de Terciopelo azul y la Perdita Durango de Corazón salvaje) y Diane Ladd (la Marietta Fortune de Corazón salvaje).
Todo esto conforma un arranque prometedor donde la lógica tradicional no parece tener lugar. Los personajes no responden a una psicología racional sino a comportamientos compulsivos: el personaje de Robert De Niro “necesita” enamorarse para funcionar; Virginia Madsen sufre de adicción catódica; Édgar Ramírez solo piensa en convertirse en una improbable estrella de la canción. Por su parte, la protagonista –una solvente, como siempre, Jennifer Lawrence– vive en el ojo del huracán: su mundo se desmorona, literalmente, como le ocurría al Barry Egan de Embriagado de amor de Paul Thomas Anderson o al eterno personaje de Mr. Hulot. El problema de Joy es que estas fascinantes transgresiones formales y narrativas se van desvaneciendo a medida que la protagonista atisba y materializa su triunfo social: su heroísmo capitalista, celebrado con más convencimiento que ironía por O. Russell, conlleva la debacle ideológica y el amansamiento formal de la película.
El guión de Joy –escrito por O. Russell y Annie Mumolo, coguionista de La boda de mi mejor amiga– lleva a la gran pantalla la historia real de Joy Mangano, una madre divorciada que acabó con su mala estrella inventando una “mopa milagrosa” que la llevo a convertirse en reina de la teletienda y en dueña de un imperio financiero. Por momentos, este biopic humorístico remite a la sátira festiva de El lobo de Wall Street, sobre todo cuando O. Russell acelera el pulso de la película para retratar el funcionamiento interno de un exitoso programa de teletienda –con Bradley Cooper como poco creíble pez gordo de las finanzas–. Sin embargo, Joy va perdiendo progresivamente su tono pesadillesco en favor un descarado sentimentalismo: una mala costumbre que persigue a O. Russell desde The Fighter, una película que también jugaba con la disfuncionalidad familiar para luego convertirse en un remake encubierto de Rocky, con su celebración del sueño americano y de la familia como inquebrantable unidad natural.
Sin saber demasiado bien cómo o por qué, O. Russell ha pasado de ser un director de películas incómodas –Extrañas coincidencias no pareció gustar a casi nadie– a cotizar como el mejor realizador de feel good movies del Hollywood semi-independiente. Una pérdida de espíritu contestatario que ha puesto en evidencia las limitaciones de O. Russell para la imitación. Siguiendo la estela de La gran estafa americana, Joy funciona como un sucedáneo del cine de Scorsese y, en general, del new american cinema. Tanto los estallidos de violencia familiar como la estructura de ascenso-caída-resurrección remiten a Toro salvaje. Hay ecos paródicos de El padrino en una escena de funeral en la que la protagonista, asumiendo su rol de “capo”, gestiona los intereses familiares. Cuando la protagonista se harta de la inoperancia de su clan, su furia se aliña con el A Little Less Conversation de Elvis, en un intento fallido por emular el talento de Scorsese para vampirizar la energía del pop. Y, por último, la película cava su tumba cuando la protagonista resurge de sus cenizas cortándose el pelo delante del espejo: uno de los clichés más manoseados por el cine. En un diálogo que intenta ser brillante pero que resulta evidente, el personaje de Bradley Cooper afirma: “En América, lo ordinario se cruza con lo extraordinario día sí, día también”. Viendo Joy, uno intuye que O. Russell desearía escapar como sea de lo corriente y ordinario, pero la realidad es que su nuevo crowd pleaser es de todo menos extraordinario.