No parece casual que una de las escenas clave de Juana a los 12 transcurra durante la realización de un escáner cerebral. Con su risa inquieta y desafiante, la joven Juana (enigmática Rosario Shanly) boicotea una y otra vez la realización de la prueba médica. Como todos aquellos que rodean a la protagonista, incluidos psicólogos y médicos, la cámara de Martín Shanly intenta infructuosamente averiguar qué demonios pasa por la cabeza de esta preadolescente parapetada entre la abulia y la rebeldía, la amargura y el enfado. A la postre, con su cóctel de equilibrados planos generales y delicados planos detalle, Juana a los 12 certifica una de las verdades constituyentes del cine: que la realidad es, ante todo, una materia impenetrable, un territorio dominado por la incertidumbre.

La mayor virtud de Juana a los 12 es su habilidad para mantener intactas las motivaciones de su protagonista, una empresa que Shanly lleva a buen puerto gracias a una puesta en escena dominada por un sugerente extrañamiento. El entorno social y familiar de Juana puede resultar más o menos inteligible: estudia en un colegio pijo dominado por la ley de la excelencia; transita por un universo burgués marcado por la decadencia y el arribismo; lidia con la notoria ausencia de una figura paterna. Sin embargo, la película no ofrece una respuesta unívoca a la conflictiva relación que Juana establece con ese entorno. Lo único definitivo es el manto de desconcierto y malestar que acompaña a la protagonista en su ritualizada travesía por una preadolescencia bacheada. El armazón narrativo del film es tan consistente en su ambigüedad que los momentos más explícitos –las críticas de la profesora privada de Juana a la disciplina del sistema escolar, o la secreta agresión a una compañera de clase– parecen fuera de lugar.

juana_a_las_12_2

Situada en un estratégico punto intermedio entre el distanciamiento (de aliento satírico) y la proximidad (afectiva), Juana a los 12 nos sumerge de forma convincente en un territorio hipersensible, donde los pequeños dramas se magnifican –ser invitada o no a una fiesta de disfraces se convierte en un “ser o no ser” shakespeariano– y los gestos esconden terremotos anímicos –cruzar el patio del colegio se convierte en una odisea–. Shanly filma todo esto regalando a la protagonista el centro de unas composiciones cuadradas (formato 4/3) que acentúan la sensación de claustrofobia emocional. Se privilegian los encuadres estáticos de tal modo que los movimientos de cámara y personajes devienen auténticos torbellinos privados. En esta identificación del movimiento como sino existencial uno podría identificar ciertas huellas del estilo de Olivier Assayas. Por su parte, la mirada distante y obstinada de Shanly hace pensar en el cine de la argentina Celina Murga. Mientras que los planos detalle de unas manos bajo un grifo o un brazo completando un abrazo remiten inevitablemente al imaginario de Robert Bresson: Julia podría ser la versión moderna, adinerada y argentina de la inolvidable Mouchette.