A medio camino entre el documento etnográfico, la ficción de denuncia social y la fábula agridulce, Kalo Pothi, del joven director nepalí Min Bahadur Bham, nos lleva hasta el corazón del Nepal rural en el año 2001, durante un alto al fuego en la guerra civil que enfrentaría a fuerzas gubernamentales y a una guerrilla maoísta entre 1996 y 2006, y que dejaría más de 13.000 muertos y 140.000 desplazados. La calma tensa se percibe desde las primeras escenas, en las que Bahm presenta a los protagonistas –el más destacado de los cuales es un niño huérfano de madre– mientras se habla de la visita del rey, se escucha por la radio una crónica de los atentados de Nueva York y se representa una coreografía de un grupo musical de propagando pro-maoísta que recuerda al de la maravillosa Platform de Jia Zhang-ke (cabe decir que Bahm podría haber sacado más partido de esta veta narrativa).

Desde las primeras escenas, Bahm establece las rigurosas y poéticas coordenadas de su singular propuesta escénica. Lustrosa a nivel técnico, la película establece un patrón de planos distanciados y en perenne movimiento. La cámara se mueve morosamente por los escenarios capturando rituales cotidianos, en un vaivén espectral que recuerda lejanamente a las estrategias del taiwanés Hou Hsiao-hsien o el griego Theo Angelopoulos. El recuerdo de Angelopoulos reaparece en unas escenas oníricas en las que el niño protagonista atraviesa unas extrañas procesiones donde se entrecruza lo religioso y lo militar, la belleza y el terror: un maoísta es arrastrado por dos soldados mientras unos hombres oran y otro le arranca la piel a una oveja. Estas escenas metafóricas –embellecidas por la cámara lenta– recuerdan también al cine del srilanqués Vimukthi Jayasundara, aunque el grueso de la película se desmarca del surrealismo para apostar por un naturalismo estilizado. Quizás demasiado estilizado: en ocasiones, la pomposidad de ciertos movimientos de cámara no termina de encajar con la aspereza de la realidad retratada.

kalopothi

El grueso del segundo acto de Kalo Pothi parece una reedición nepalí de las desventuras del niño de ¿Dónde está la casa de mi amigo? de Abbas Kiarostami, pero con una gallina blanca en lugar de un cuaderno de deberes. Los niños despliegan alegremente una inocencia que se ve coartada una y otra vez por una sociedad que intenta sobrellevar el peso de las viejas tradiciones (un sistema de castas, un orden patriarcal) y una guerra que mantiene empobrecida a la población. En este sentido, la propuesta de Bahm funciona mejor cuando se concentra en la experiencia íntima de los personajes que cuando hace explícito el reino de terror que los rodea. El director rompe oportunamente con la pauta de planos generales para conmovernos con las lágrimas del pequeño protagonista; una escena que, por su delicadeza y pudor, neutraliza su posible efectismo. Sin embargo, el viaje a los escenarios del infierno bélico parece un subrayado algo innecesario. Mención aparte merece la hilarante escena en la que un aprendiz del Paul Newman de La leyenda del indomable engulle un huevo entero, cáscara incluida. Sobre estos hallazgos y desequilibrios, Bahm construye una película que invita a seguir la futura trayectoria del joven director, sobre todo si consigue contener el preciosismo decorativo que embellece sus imágenes pero resta algo de fuerza a su discurso.