Víctor Esquirol (Festival de Berlín)

Yocho, el nuevo film del reputado cineasta japonés Kiyoshi Kurosawa, se descubre, a las primeras de cambio, como la excusa perfecta para que el autor de Kairo (Pulse) siga navegando por los pantanales de la pesadilla apocalíptica. Como en sus mejores trabajos, el fin del mundo se concreta cuando ya no hay posible marcha atrás. Una sensación de impotencia que ahonda en la asimilación del terror, y que, en Yocho, viene a confirmar el estado de gracia con el que el nipón llega a la Berlinale.

A lo largo de más de una hora, Kurosawa construye con gran elegancia una atmósfera de inquietud destinada a supurar desasosiego. La luz del Sol ya no sirve para refugiarse, las pausas no figuran espacios de sosiego y los silencios retumban en la cabeza del espectador. El cineasta de Kobe logró infectarnos una vez más. Como infectados están sus personajes. En este caso, por la influencia maléfica de unos alienígenas con tics vampirescos. Unos ladrones de cuerpos… y de todo aquello que nos define como personas.

He aquí un brillante exponente de J-Horror, ese subgénero nipón siempre proclive a despertar el miedo mediante cauces negligidos por el mainstream. Prohibidos los efectismos sensoriales y el diseño aparatoso de criaturas imposibles. En Yocho, Kurosawa obliga a lo natural y a lo paranormal a compartir plano: la visión sedante de un espejo reflejando el suave ondeo de unas cortinas se convierte en una amenaza desquiciante al entrar en juego unas vibraciones de procedencia desconocida.

Un choque de realidades tan violento como la convivencia conflictiva entre el individuo y el colectivo, ambos causa y consecuencia de la misma enfermedad. Una epidemia que tiene en la familia y en el trabajo, sus principales focos de propagación. Apuntes sociales desencantados y temores existenciales íntimos se combinan en este ejercicio de terror total. A ratos tan perfecto que a la fuerza se le tiene que perdonar su torpe y tópico tramo final. Poco importa, cuando lo que queda es la desesperación de saber que el fallo de este juicio final vendrá determinado (como ya sucediera en aquel Ultimátum a la Tierra) por el sentir general de lo humano.

A propósito de esta concepción social-existencial de lo cinematográfico, vale la pena ahondar en lo nuevo del coreano Kim Ki-duk, que encapsula su nuevo trabajo, Human, Space, Time and Human en una especie de barco-estado. Un acorazado fuertemente armado, aislado del resto mundo y habitado por una veintena de personajes que vienen a representar todos los estratos de la sociedad. Arriba de todo encontramos a un político con tics despóticos, que luce unas gafas de sol extravagantes y que está obsesionado con que su hijo regordete herede todas sus gracias y privilegios. Con esto y con inflarse a comer en un contexto de precariedad alimentaria.

Esta analogía tan obvia de la realidad social de Corea del Norte le sirve al ganador del León de Oro de Venecia por Pietà para trazar una parábola sobre las tendencias dictatoriales de cualquier hombre (y no mujer) que vea mínimamente amenazado su bienestar. El potencial del escenario y de la situación descrita –que podría remitir al universo de Snowpiercer de Bong Joon-ho o al de High-Rise de Ben Wheatley– va diluyéndose con cada decisión tomada por un autor al que la industria sigue dándole la espalda. Un gesto que, por simple rebote, podría llegar a generar un aura de romanticismo alrededor de la figura de Ki-duk… si no fuera por las sombras que ésta sigue proyectando.

Y es que, en Human, Space, Time and Human (un título que recuerda al de Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera del propio Ki-duk) cualquier gesto de aprobación que pudiera despertar la premisa orwelliana del film, con su retrato de la corrupción del poder, se ve rápidamente extinguido por un tropel de imágenes incapaces de ir más allá de la provocación. Pueril en el mejor de los casos; perverso en el peor. El problema no está en las escenas de canibalismo (repetidas hasta la banalidad), sino en la inconsciencia con la que se gestiona la crítica socio-política. Con tanta misantropía sobre la mesa, Kim Ki-duk acaba descubriendo, una vez más, su aberrante misoginia. En su visión del mundo, las mujeres son o prostitutas o víctimas que deben acatar argumentos pro-vida incluso tras haber sufrido repetidas violaciones.