Imagen de cabecera: El disfraz (Itsuwareru seisô, 1951).

Víctor Paz (Bolonia)

Los manuales de historia del cine japonés suelen decir de Kōzaburō Yoshimura que toma el testigo del gran maestro Kenji Mizoguchi, seguramente por dos motivos. En primer lugar, se preocupa por la tradición de su país, atendiendo a los legados histórico, literario y folclórico nipones; y luego, su filmografía está plagada de mujeres protagonistas de fuerte carácter. Si tenemos en cuenta que incluso la Daiei le encargó filmar Osaka monogatari (Una historia de Osaka), el que sería el último guion de Mizoguchi ­–que falleció antes de terminar la película­–, su posición como nota al pie de página del sensei absoluto del cine clásico japonés no parece sino acrecentarse. Sin embargo, si analizamos esta cinta, junto con la otra media docena que la retrospectiva de Il Cinema Ritrovato de Bolonia ofreció a finales del pasado mes de junio, comprobaremos que esta figura de subalterno le queda pequeña a Yoshimura.

Osaka monogatari la completó en 1957. Ya llevaba haciendo cine, a ritmo de varios largos por año, desde finales de los años treinta, por lo que le cogía la empresa bien engrasado. No es ni de lejos éste su mejor trabajo, pero permite definir, por comparativa con Mizoguchi, algunas de las constantes de Yoshimura. El libreto es resultado de adaptar varias historias cortas de Ihara Saikaku, gran escritor satírico de mitad del siglo XVII, base también de la famosa La vida de Oharu, mujer galante (Saikaku ichidai onna, Kenji Mizoguchi, 1952). Aquí la acción se centra en un campesino pobre devenido comerciante de éxito, que acaba corrompido por su profunda avaricia. Frente al estilo visual elegante, sosegado y austero de Mizoguchi, Yoshimura ofrece aquí mayores movimientos de cámara, es voluntariamente soez por momentos para subrayar el aspecto cómico y no teme a encuadres que escapan de los principios clásicos de puesta en escena ofrecidos por su maestro. No es para nada la más atrevida de sus obras, ni la más refinada, seguramente no sea la que más lo representa, pero advertimos ya la primera diferencia: Yoshimura no es un cineasta clásico, al menos no del todo. Sus florituras con la cámara recuerdan más a los experimentos de directores de la Nueva Ola como Masahiro Shinoda o Shōhei Imamura. Al hacer suya toda una tradición en la que está inscrito, y al reinterpretarla, se le podría considerar un proto-posmoderno.

Saltemos a Yoru no suwao (La cara desnuda de la noche, 1958) y pongamos un ejemplo muy concreto. La historia se ambienta en el mundillo del baile tradicional japonés, con un grado de mimo por ese ambiente, sus usos y costumbres, sus vestidos y coreografías, quizá sin precedentes. El desenlace ocurre durante una actuación en un teatro. Entre bambalinas, la protagonista acaba siendo perseguida por un antiguo amante, sale a la calle y huye de él hasta quedar bloqueada por la barrera de una vía de tren, directamente atrapada entre la máquina y su agresor. Los encuadres de Yoshimura dentro del edificio remiten a la representación pictórica que de esto habría hecho un artista de ukiyo-e, esa técnica tan célebre de grabados de finales del XIX, mundialmente famosa por La gran ola de Kanagawa, de Katsushika Hokusai. Cuando el peligro acecha, el cuadro se va cerrando y cobra fuerza cinética, hasta el punto de ser tan atropellado y deslavazado en el montaje en el exterior, que da la impresión de ir a menor velocidad, un poco como en el cine mudo, en algún lugar entre el thriller y la sinfonía urbana. Es habitual que Yoshimura juegue con estos contrastes entre tradición y modernidad y que lo haga pensando desde el dispositivo cinematográfico.

(Yoru no suwao, 1958)

Sin entrar a analizar pormenorizadamente otras dos escenas de esta película, citaremos sus dispositivos. En una de ellas, las vedettes interpretadas por Machiko Kyo y su ayudante Ayako Wakao se van de gira por provincias. Yoshimura las introduce claramente en una troupe real. De repente la pantalla se parte. En un lado, las vemos representando por los pueblos, en el otro lado aparecen imágenes de gran valor documental de todos estos lugares de Japón. En otro momento, Kyo se encuentra sola, relajada en la terraza de un sencillo ryokan rural. Una viejecita viene a acompañarla con su samisen a cambio de unas monedas. El personaje más joven ve esto como una suerte de premonición, su ansiedad la empuja a temer un destino similar. Para representar esto, la imagen pasa de un suntuoso color a un austero blanco y negro. En un instante, sí, nos encontramos en la tradición de Mizoguchi, Yoshimura se pone a dialogar con su generación anterior.

Estos recursos habrían hecho saltárseles los ojos de las órbitas a los precisos y vetustos Kenji Mizoguchi y Yasujirō Ozu. Contrariamente a lo que se haya dicho de manera reiterada, Kōzaburō Yoshimura no es un cineasta clásico. Para ser justos, tampoco parece apropiado situarlo en la renovación de la Nueva Ola, por lo que la conclusión más lógica es que se trata quizá de un caso único de cineasta bisagra en la historia de la filmografía nipona. Hay una colaboración que es básica para comprender esto, la de su guionista habitual Kaneto Shindō ­–este sí, adscrito a la Nueva Ola–. Él escribió para Yoshimura el filme comentado, pero también El disfraz (Itsuwareru seisô, 1951), Nishijin no shimai (Hermanas de Nishijin, 1952), Chijo (En esta tierra, 1957) o La batalla de una mujer cuesta arriba (Onna no saka, 1960), por citar solo las que estaban en el ciclo. Respectivamente, estas películas retratan el barrio de las geishas en Kioto, Gion, el distrito textil en esa misma ciudad, de nuevo las geishas y la fabricación de cerámica y, por último, de los dulces tradicionales. Menos Chijo, que tiene lugar en Kanazawa, todas las demás discurren en Kioto. Súmese a este ciclo Yoru no kawa (Río nocturno, 1956), firmada por Sumie Tanaka –colaboradora frecuente de Mikio Naruse y la escritora más feminista del periodo clásico–, en la que se aborda la fabricación del kimono en la misma localidad; y se puede considerar a Yoshimura como el gran retratista del Kioto de la posguerra.

Más allá de la cuestión temática, importa sobre todo cómo se aborda. El cineasta usa secuencias enteras para mostrar los procesos de fabricación de estos productos tradicionales, se detiene más allá de lo que la diégesis habitual recomendaría en elementos del escenario o de la vestimenta por el simple placer de observarlos y también en los diálogos se explica mucho sobre estas costumbres patrimoniales. Yoshimura pudo filmar una idea de Japón que se negaba a desaparecer, pero ya todo estaba cambiando. Como define un personaje de El disfraz de manera muy elocuente contemplando Gion desde una terraza al otro lado del río Kamo: “Kioto no se bombardeó durante la guerra, pero no sé si eso es bueno. Bajo esos techos hay muchas ideas desfasadas. Lo antiguo sobrevivirá”. Una vez más esa representación de lo viejo remite al ukiyo-e, una observación estilizada desde la distancia, con una carga de cariño inmenso, pero también de crítica. Mientras, en esa terraza, lo que se anuncia es el alegato político que identificó a la Nueva Ola: los rígidos valores de antaño deben cambiar.

(Yoru no kawa, 1958)

Mizoguchi representaba a mujeres fuertes, sí, pero siempre dentro de la tradición, no eran grandes disruptoras del status quo. Por la contra, en el cine de Yoshimura hay huelgas y celebraciones gloriosas del 1 de mayo y el feminismo está a flor de piel. Personajes como la bailarina Ikemi (Yoru no suwao) o la diseñadora Kiwa (Yoru no kawa) no solo son emprendedoras renovadoras de la tradición, sino que expresan su sexualidad libremente y mantienen relaciones sin importarles los tabúes de la época. El affaire extramatrimonial que se representa en Yoru no kawa no estaría lejos de los mejores melodramas de Douglas Sirk, pero hay que destacar algo más que los emparenta: el color. La fotografía de Kazuo Miyagawa en concreto en esta película ofrece unas tonalidades insólitas para el cine de la época y de cautivadora belleza. Los kimonos secando al viento con sus diferentes tintes ­–barrera arquitectónica y dramática, por cierto– o el intenso rojo de un insecto que protagoniza una de las tramas secundarias dan buena fe del preciosismo cromático que siempre intentaba alcanzar Yoshimura. De todas las copias exhibidas, esta fue la única que no se puso en 35mm, sino en formato digital. Hay un motivo. Yoshimura y Miyagawa dejaron notas y diseños muy precisos de cómo debía lucir ese bicho bermellón y la sensibilidad del fotoquímico no les permitía alcanzar sus objetivos. La restauración digital ha permitido completar de algún modo ese trabajo casi 70 años después. Yoru no kawa ofrece una de las mejores muestras del tratamiento dramático del color en toda la historia del cine y es sin duda una joya a recuperar.

En definitiva, Yoshimura fue un cineasta muy preocupado por capturar la tradición de su país, pero al contrario que Mizoguchi y los que le precedieron, la modernizó de forma respetuosa; sin darle la vuelta, como los que le siguieron, pero con un gran espíritu crítico y renovador. Todo esto lo convierte en uno de los autores más singulares de la historia del cine nipón.