Violeta Kovacsics

Hace apenas unas semanas, desde el Festival de Cine Europeo de Sevilla, escribía aquí sobre The Challenge, un documental cargado de ironía sobre los concursos de águilas en Oriente Medio. Por corte, como si entre medio apenas hubiese una elipsis, escribo ahora, desde el Festival de Mar del Plata, sobre Pow Wow. Presentada en la sección Nuevos Autores, la nueva película de Robinson Devor explora la vida y las costumbre de la gente de Coachella, en California. Como en The Challenge, en Pow Wow el desierto se convierte en escenario para lo absurdo y la naturaleza convive con las maneras agresivas del capitalismo. En Pow Wow, la historia de cada uno de los entrevistados da paso a un diálogo entre el pasado (de los indios) y el presente (de ricachones en carritos de golf). “Los nativos americanos se ríen de la idea de propiedad: cómo puedes ser dueño de la montaña, se preguntan”, dice uno de los personajes. Lo paisajístico se mezcla así con la crítica política y social, y con la historia ancestral de los Estados Unidos.

Nunca terminó de convencerme Zoo, la anterior película de Devor, un documento en torno a la relación de un hombre con un caballo, filmada desde la voluntad analítica de una cuestión tremendamente desconocida, con misterio, y con una extraña sensualidad (los planos de un hombre, con el torso desnudo, acariciando la crin de un caballo, abrazando al animal, con los cuerpos resplandecientes y el lugar sumido en una profunda oscuridad). En Pow Wow también hay cierto lirismo, en el plano de un desierto en el que la arena se mueve como si fuese el mar; en el plano aéreo que muestra dónde termina la zona residencial y dónde comienza el desierto, como si se tratase de una cuadrícula. A Devor siempre le ha gustado ir más allá, alzar la realidad hasta algo más poético, más sugerente. En el caso de Pow Wow, un documental que se presenta como una serie de “encuentros etnográficos con gente del imperio del desierto entre 2010 y 2015”, esto pasa por la descripción de un espacio real, natural, como si fuese Marte, un planeta ocupado por extraterrestres.

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Hace algo más de cuatro años, Mariano Llinás (el autor de Historias extraordinarias) viajó a Barcelona para participar en un congreso sobre el gesto en el cine que organizaba la Universidad Pompeu Fabra. Lo hizo con la actriz Laura Paredes. Nosotros, los ilusos, esperábamos que nos desvelara el misterio de la creación artística; que, entre los dos, director y actriz, nos resolvieran uno de los secretos más hermosos del cine, el de la interpretación. Nada de eso sucedió. No hubo epifanía alguna. Quizá, porque el misterio debía permanecer intacto, quizá porque este debía ser revelado en La flor, la película que Llinás y Paredes estaban preparando en aquellos momentos y cuya primera parte se proyectó ayer en la sesión sorpresa (cómo no) del Festival de Cine de Mar del Plata. Digo que hay algo de ese misterio actoral en La flor porque, entre muchas otras cosas, este parece ser un filme sobre las actrices, que aquí son cuatro, y que van encarnando distintos roles en cada una de las distintas partes que tiene el film. También porque la propia forma de lo-que-vimos-ayer, que no era una película, sino una introducción de tres horas y media a una obra mucho mayor, propone una apertura, un relato sin cierre, algo que está en movimiento. Se produce, así, un desbordamiento. Y afloran precisamente los misterios del proceso creativo.

En el prólogo de La flor, el propio Llinás explica la película. Dibuja, en un cuaderno, su estructura, su forma de flor. Es decir, el mismo cineasta anuncia, con su presencia, el truco de una película que es una celebración de la ficción. Lo-que-vimos-ayer son los dos primeros episodios de una obra con seis capítulos que juegan con los géneros cinematográficos. El primero emula las formas perdidas de la serie B clásica y versa en torno al descubrimiento de los poderes destructivos de una momia en un centro científico. El segundo es un musical y narra los celos y el desgarro de una pareja de músicos (Llinás reconocía a Pimpinela como referencia). Sin embargo, la mejor definición de La flor la dio el propio Llinás al final de la proyección: la película recupera el gozo de ciertas formas del cine, narrativas, de actuación, que han ido desapareciendo, pero lo hace sin ningún regocijo nostálgico.

Sí, La flor es un juego, un regreso a los géneros cinematográficos, una suerte de homenaje a lo narrativo como algo placentero y juguetón; pero, tal y como dice Llinás, la película no cae en lo nostálgico, sino que se construye sobre una contemporaneidad que tiene que ver, de entrada, con la textura digital, que aquí se torna gris, de tonos apagados, y que juega en beneficio de planos cerrados sobre el rostro de las actrices. Es curioso, Llinás habla de la serie B en relación al primer capítulo de la película y, sin embargo, esta tiñe el grueso de todo lo-que-vimos-ayer. La contemporaneidad se desprende también de la aproximación a los géneros: en el segundo segmento, el melodrama más exacerbado se mezcla con las formas, digitales, de nuestra época de iPods y de sonidos comprimidos.

Ayer, en la proyección del film de Llinás, estaba Matías Piñeiro, otro cineasta argentino que ha hecho del juego y de las referencias genéricas su seña de identidad. Piñeiro es un amante declarado del cine de Jacques Rivette. La flor comparte algo con el cine de Rivette: una aproximación al género como puerta de entrada al juego, a lo placentero; la idea de película como un espacio abierto, como un work in progress, de larga duración, fragmentado, como algo inacabado, sin fin, sin límites… Pero no adelantemos acontecimientos: de Rivette, hablaremos mañana. Continuará.