Conocido popularmente como Mr. Oizo, por su faceta de productor musical y gurú del electro house, el francés Quentin Dupieux se ha labrado una reputación de autor de culto, o de enfant terrible del cine de género, gracias a su particular acercamiento a la comedia de tintes surrealistas, una aproximación al humorismo siempre cargada de impurezas. Así, mientras en films como Rubber o Wrong Cops Dupieux supo subvertir los códigos tradicionales del terror y el cine policiaco mediante la acidez de unos gags concebidos para el desconcierto, en su nueva oda absurdista, La chaqueta de piel de ciervo, el subgénero invitado a la fiesta es el thriller de psicópatas, en su vertiente menos explícita. Más todavía que en sus obras anteriores, aquí Dupieux demuestra su interés por un cine proclive a la observación socarrona de las conductas más aberrantes. El resultado de este ejercicio de marcado carácter contemplativo –la trama del film es tan estrafalaria como mínima– es un cóctel perfectamente medido de comedia excéntrica y odisea criminal; una radiografía detallista y caricaturesca de la egomanía y la obsesión patológica que, entrecruzada por el interés de Dupieux en sopesar las luces y sombras de la creación artística, se hermana con la reciente La casa de Jack de Lars Von Trier.

En La chaqueta de piel de ciervo, Georges, un hombre de mediana edad y aires petulantes (un papel hecho a la medida del actor Jean Dujardin), intenta evadirse del abismo de una crisis matrimonial aferrándose a los misteriosos encantos de una chaqueta de ante. La relación fetichista de Georges con el objeto en cuestión tiene mucho de amour fou: un vínculo que irá adquiriendo una dimensión fantástica cuando la pintoresca prenda, adornada con unos extensos flecos filamentosos, vaya manifestando una voluntad propia. De este romance estrambótico, el que sale mejor parado es Dujardin, que ofrece un recital humorístico gracias a su perfecta encarnación de una arrogancia infundada. Manejando con precisión los imposible engranajes entre la altivez marmórea de sus gestos y el patetismo de las situaciones, Dujardin, entregado al humor deadpan, mantiene en pie un film al que, pese a su concisión (dura apenas 77 minutos), le cuesta prolongar el efecto sorpresivo de su premisa. Queda la impresión de que, aunque la película contiene el germen de un punzante estudio sobre la obsesión como fuerza destructivo-creativa, Dupiex se contenta con fabricar un ocurrente film-chiste afianzado en las imágenes de impacto.

La chaqueta de piel de ciervo podría verse como la versión extendida de un capítulo de La dimensión desconocida: una pequeña fábula fantástica que Dupieux aprovecha para pasar lista a las profesiones y mecanismos de la creación cinematográfica –el personaje de Dujardin encuentra en una pequeña cámara digital la herramienta con la que completar su affair peletero–. Sin embargo, más que una celebración efusiva del fervor cinéfilo o del arrebato artístico, La chaqueta de piel de ciervo prefiere retratar, desde una distancia gélida, el proceder enajenado de su protagonista. De algún modo, ante su incapacidad para implicarse emotivamente en la peripecia existencial de Georges, Dupieux acaba decantándose por cimentar la película sobre la exhibición de su ingenio. Manejando a sus personajes como títeres desangelados, como peleles a los que ridiculizar y finiquitar a cambio de una (posible) carcajada, Dupieux, con sus aires resabidos y su talante nihilista, sueña con convertirse en la respuesta francesa al cine de los hermanos Coen o de Quentin Tarantino –de hecho, La chaqueta de piel de ciervo incluye un gag afortunado a propósito de la desordenada estructura de Pulp Fiction–. A la postre, no hay que ser un cinéfilo sibarita para advertir que Dupieux está aun lejos de alcanzar su particular quimera artística.

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