La enigmática y espesa secuencia de apertura de La ciénaga, la ópera prima de Lucrecia Martel, podría considerarse el alumbramiento de una de las miradas fílmicas más relevantes del cine de las últimas décadas. La escena presenta a un grupo de personajes de edad avanzada que, atrapados en una abulia alcoholizada, retozan alrededor de una piscina como celebrando un ritual que ha perdido todo su brillo: una tradición corrompida desde su origen. Así nacía un cine de cuerpos escindidos por los límites del plano y voces que surgen del fuera de campo; un cine que se acerca al racismo y al clasismo de la Argentina rural sin rastro de didactismo. “Hay una circularidad casi secreta en la manera en que comienza y termina La ciénaga”, escribió el crítico argentino Luciano Monteagudo para el estreno del film: “Nada es recto, lineal. No hay relaciones causa-efecto. Tampoco verdades a probar ni crescendos dramáticos a la manera de Hollywood. El sentido de amenaza que preside el film se diría que es de orden casi metafísico”. Observaciones que ponen de manifiesto la preeminencia del misterio en la obra de Martel, cuyo extrañamiento apunta a un cuestionamiento profundo de las relaciones entre la identidad del individuo, el funcionamiento de la maquinaria social y el curso de la Historia. Ahí es nada. Manu Yáñez

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