Por definición, el star system fue una invención creada por los estudios de cine de antaño con el fin de promocionar una imagen distorsionada (es decir, endiosada) de las súper-estrellas. Esta trampa tan eficiente consiguió que el resto de mortales idolatrasen y envidiasen la vida de aquellos elegidos capaces de transformarse, cual camaleones, en un cowboy, un asesino, un emperador romano o un experto en claqué sobre la gran pantalla. Cuando el actor pasó a ser más importante que el personaje, Hollywood llegó a lo alto de la cima –su celebrada Edad de Oro de los años cincuenta–, sin saber que, al mismo tiempo, estaba dignificando el elemento más superfluo de ese mágico engranaje. La figura del actor, cual títere del estudio –trabajando por y para acrecentar su fama–, es la imagen que resume la nueva ficción de los hermanos Coen, ¡Ave, César! Ambientada en la dorada década hollywoodiense, la película encargada de inaugurar el Festival de Berlín tras su estreno estadounidense es una crítica contra el concepto del star system, así como una sátira de aquellos necios que convirtieron el arte en una industria que sólo pensaba en el símbolo del dólar.
Curiosamente, los personajes que encarnan la postura de Joel y Ethan Coen en la ficción son el enemigo público de Hollywood: los comunistas. Como si estuviésemos en la peor pesadilla de Joseph McCarthy, los comunistas se han infiltrado en Hollywood, y trabajan de extras en las mayores superproducciones. Su misión –encomendada por el noble maestro Marcuse– es atraer o raptar a las celebrities para convertirlas a su ideología marxista. Así, la primera víctima que conocemos es Baird Whitlock (George Clooney): un alter-ego de Charlton Heston terminado el rodaje de Ben-Hur (¡Ave, César! según los Coen). Pero la historia de los secuestrados con síndrome de Estocolmo es un pretexto para reescribir el pasado de Hollywood y especular sobre su futuro; pues no es casual que esa banda de comunistas –más acertada que los nihilistas de El Gran Lebowski– se hagan llamar “el futuro”.
Por otro lado, el análisis de la Edad de Oro que realizan los hermanos Coen no es del todo demoledor. Ante todo, es necesario aclarar que ¡Ave, César! no es Barton Fink, aunque ambas películas transcurran en el mismo estudio de cine (el Capitol), y durante los años cincuenta. A diferencia del cuarto largometraje de los Coen, claramente superior, ¡Ave, César! es más nostálgica que crítica. De hecho, la denuncia no es el mayor logro del film, pese a que, aparentemente, ésta es su misión principal. Como decíamos, el encanto de la nueva cinta de los autores de Fargo reside en su celebración cinéfilia que se festeja desde el inicio hasta los títulos de crédito. En su particular homenaje (bañado en nostalgia) de un Hollywood idílico, utópico, no corrompido, los Coen revelan la fórmula que tiene que seguir todo aquel director, actor o productor que quiera dedicarse al cine. El séptimo arte nace del deseo de maravillar –digámosle magia y entretenimiento– a partir de una serie de imágenes que no deben perder su voluntad artística. Se trata, pues, de la conjunción entre espectáculo y belleza.
De este modo, la audiencia de ¡Ave, César! se somete a un viaje espacio-temporal, donde revive la sensación (o satisfacción) que debía experimentar el público de antaño cuando veían, en la gran pantalla, las coreografías acuáticas de Esther Williams (Scarlett Johansson) o los emocionantes pasos de Gene Kelly (Channing Tatum) en Un día en Nueva York. Asimismo, en medio del kafkiano relato sobre el director de un estudio –el verdadero Eddie Mannix, interpretado por Josh Brolin– que va en busca de sus actores secuestrados, los hermanos Coen nos llevan hasta los rodajes de icónicos noirs, westerns o películas históricas. Es en el rodaje de dichas películas (que el buen cinéfilo pronto reconocerá) donde puede palparse ese pulso entre el ansía o necesidad de crear arte y la obsesión de los productores por convertir su inutilidad en un beneficio económico.