Construida a partir de largos y fluidos planos secuencia que reflejan el éxtasis revolucionario que asoló París en la primavera de 1871, La comuna es en realidad una película hecha de fracturas. Sus momentos más reveladores son aquellos en los que un personaje mira a cámara y confiesa, “soy totalmente ficticio”; o aquel en el que la discusión sobre el papel de los inmigrantes en la revolución socialista se ve interrumpida por un intertítulo (blanco sobre negro) donde se da cuenta de la expulsión, en 1996, de inmigrantes ilegales alojados en una iglesia de París. Momentos en los que el británico Peter Watkins deja constancia de su voluntad de violentar las formas canónicas del cine y la televisión.

La comuna puede ser descrita como un docudrama o una obra de docuficción, pero estos conceptos estancos no hacen más que mermar el estatuto artístico, histórico e ideológico del film. Parece más adecuado tomar la sugerente idea de un “arte del contratiempo” que articula José Ángel Alcalde en un instructivo texto incluido en el libreto de la primorosa edición en DVD de la película que ha editado el sello Intermedio.

La comuna retrata un episodio prácticamente relegado de la historia oficial francesa –un silencio que tuvo su extensión en la marginación sufrida por la película de Watkins por parte de su propia productora, la cadena franco-alemana Sept-ARTE–. Durante poco más de dos meses, en la primavera de 1871, trabajadores e intelectuales comprometidos con la lucha socialista tomaron el control de París y administraron la ciudad aprovechando el desconcierto del gobierno republicando, que se parapetó en Versalles tras la derrota a manos de la Prusia de Bismarck. Dos meses de sueños y utopía cercenados de cuajo durante la conocida como “Semana Sangrienta”, en la que perecieron unos 30.000 comuneros, incluidas mujeres y niños.

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La primera mitad de La comuna –de la que Intermedio rescata su versión íntegra de 345 minutos– da cuenta del ardor arrebatado de los revolucionarios, la mayoría interpretados por actores no profesionales que perfilaron sus personajes combinando investigación histórica y compromiso (político) personal. Durante la impactante recreación de la “Semana Sangrienta”, varios de los actores que interpretan a comuneros se salen del papel para denunciar el estado de opresión real que experimentan en sus vidas cotidianas, reales. Como apuntaba J. Hoberman en The Village Voice, “La comuna evoca el furor inusual de la euforia revolucionaria, del vivir –y morir– en un tiempo sagrado”.

Para reclamar la vigencia histórica de la Comuna de París, Watkins pone en marcha uno de sus característicos ejercicios de anacronismo, paroxismo y autorreflexión. El director inventa para la ocasión un enfrentamiento entre dos canales de televisión –la oficialista TV Nacional de Versalles y la TV Comunal– que devienen cronistas parciales de los acontecimientos. Una operación con la que Watkins estudia las estrategias uniformizadoras y antirreflexivas de los medios de comunicación de masas. Por su parte, adscribiendo las imágenes a las formas del Cine Directo y expresando un fuerte compromiso realista en el uso de largos planos secuencia, el director de The War Game construye una representación acalorada, electrizante, del empuje del pueblo. Lejos de la pausa reflexiva, la representación se ve monopolizada por soflamas revolucionarias que reclaman la igualdad de sexos, mejores condiciones laborales o una educación pública y laica. Un verismo que, sin embargo, se ve continuamente resquebrajado por fracturas que interrumpen el fluir de la ficción. Como apuntaba Watkins en su texto Autobiografía de una marginación, “el decorado (de La comuna) se hizo de forma muy cuidados para que flotase entre la realidad y la teatralidad”.

El verdadero motor de La comuna son las dialécticas entre realidad y artificio, memoria y presente, utopía y catástrofe, individuo y comunidad. En un momento en el que la mecha revolucionaria encendida por Watkins alcanza el presente, un no-actor teoriza acaloradamente que “lo que más temen (los medios de comunicación) es ver al hombrecillo de la pequeña pantalla sustituido por una multitud”. Acorde con esta idea, Watkins se resiste a filmar primeros planos, favoreciendo las composiciones de grupo. Una suerte de socialismo fílmico.

En la segunda parte del film, más meditativa que la primera, Watkins abre espacios de debate donde los no-actores conversan sobre diferentes aspectos de la Comuna, el episodio histórico, y La comuna, el film. En una larga y deslumbrante secuencia protagonizada por un grupo de mujeres, se discute en presente acerca de la necesidad de liberarse del yugo del trabajo, aunque la demanda más urgente es la de contar con “un tiempo para pensar”, un tiempo que la primera mitad de la película estaba denegando a sus participantes. En definitiva, La comuna consuma lo que el crítico Paul Arthur definía como “la voluntad de verse a sí misma como parte del problema (que plantea)”, una prueba de fuego para el buen film-ensayo.

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El director de Punishment Park define La comuna como un “proceso”. Un proceso de realización cinematográfica que viene precedido de una investigación histórica y que va paralelo al debate crítico y a la toma de conciencia por parte de todos los participantes. Un “proceso” que reclama romper con los tabúes históricos y reavivar la memoria, algo que no resulta difícil cuando atendemos a las similitudes entre los climas de injusticia y corrupción social de 1871 y de nuestro presente. De esto da cuenta un ensayo visual titulado El tesoro sin edad que abre el libreto de la edición en DVD. En sus páginas, Miriam Martín elabora una audaz y elusivo discurso en torno a las imágenes de la revolución en el que confluyen documentos de la Comuna Durruti, fotogramas de La marsellesa de Jean Renoir e instantáneas de pancartas antisistema tomadas en alguna manifestación reciente. Un ensayo cuyo interés se ve limitado por su formulación críptica. La decisión de no clarificar el origen y función de cada imagen dibuja una interesante alternativa a la crítica tradicional, pero no termina de encajar con la lógica sustancialmente formativa, en parte también didáctica, de la obra de Watkins.

En su sensacional crítica del film, Hoberman definía La comuna como “una trabajo de modernismo progresista –que dialoga no solo con Brecht y Vertov, sino también con los espectáculos de masas soviéticos y el Godard didáctico– que es a la vez inmediato y autorreflexivo”. Al cóctel de referentes (pasados y futuros), se podría añadir la fuerza testimonial de un documental como La batalla de Chile y el martilleo de los límites del cine de lo real por parte de Pedro Costa o Miguel Gomes. Todo ello encapsulado en una película que mira hacia 1871, que habla desde el año 2000 y que nos ayuda a poner en cuestión nuestro agitado presente.

Disponible en Intermedio.net