Gonzalo de Pedro Amatria (Festival de Berlín)

Uno de los espacios y periodos más oscuros de la historia reciente chilena tiene que ver con Colonia Dignidad, una comunidad cercana a la cordillera andina, fundada en 1961 por un exmilitar nazi, Paul Schäfer, que durante años funcionó como una suerte de secta en la que sus habitantes, la mayoría emigrantes alemanes, vivían en contacto con la naturaleza y aislados de la realidad cercana. Mediante una organización social profundamente perversa, Schäfer funcionaba como patriarca autoritario, las familias no podían vivir juntas, y el alemán funcionaba como idioma común y barrera contra el mundo exterior. Colonia Dignidad, cuyo fundador llegó a Chile con acusaciones previas de pederastia y abusos sexuales, se convirtió durante la dictadura fascista de Augusto Pinochet en un centro de detención y tortura, y no fue hasta la detención en Argentina de Schäfer en 2005 cuando toda esa inmensa historia de abusos, fascismo cotidiano, sumisión, y poder omnívoro terminó por salir a la luz de forma definitiva.

Sirva esto como preámbulo a una de las películas más singulares de todas las que se hayan podido proyectar en la pasada edición del Festival de Berlín: La casa lobo, de los artistas chilenos Cristóbal León y Joaquín Cociña. Estrenado en el Forum, y partiendo de la historia de Colonia Dignidad, el film despliega una tupida red de técnicas de animación para ilustrar la historia, quizás falsa, quizás no, de María, una niña de la Colonia Dignidad que, castigada por haber perdido tres de los cerditos de la colonia, decide huir y refugiarse en una casa abandonada en el bosque, donde construye una familia con dos de los cerdos huidos. La película es, por encima de todo, un puro ejercicio cinemático, difícil de reducir a palabras, que se construye de forma absolutamente visual (y sonora) en al menos tres capas narrativas: la primera es un (falso) video promocional de la propia Colonia Dignidad, en la que el narrador en off no solo vende las virtudes de la miel producida en la Colonia, sino que reconoce los rumores y la mala prensa en torno a la colonia, y se propone desmontarla desenterrando una película de sus propios archivos; la segunda es el texto escrito en pantalla que resume la historia de la niña que terminará escapándose; y la tercera es todo aquello que le acontece a María una vez entra en la casa en la que transcurrirá la película, donde tratará de fundar una familia, disfuncional, pero familia, con la que escapar de la figura omnipresente de ese lobo amenazante que la acecha y la persigue (y que funciona, en primer lugar, como metáfora del propio Schäfer, pero sobre todo como metáfora de la figura paterna, castradora, abusadora, controladora de cualquier organización fascista).

La trama, que bebe de forma directa de los cuentos infantiles (Los tres cerditos, Pedro y el lobo, etc.) en una suerte de collage de referencias, no es sino el esqueleto sobre el que la película edifica el espacio de la casa como eje central sobre el que desplegar todo su repertorio de técnicas de animación, pero sobre todo como protagonista absoluto: la casa deviene a la vez objeto imaginario, espacio soñado, cárcel y liberación, espacio físico y espacio mental. Ante nuestros ojos, la película explora hasta la saciedad esa casa imposible, creciente y decreciente, que se anima, se transforma, se quema y se recupera, como si fuera una versión extendida de Le Locataire Diabolique (Georges Melies, 1909), aquella película fundacional del cine en la que los objetos de una casa cobran vida ante los ojos de su dueño. La casa lobo, como si de Georges Perec se tratara, agota ese espacio, lo expande y lo contrae, tratando de definirlo, encontrarlo, fijarlo, para constatar que la casa se mueve y muta de forma inagotable, convirtiéndose poco a poco en una representación de la mente acechada de la protagonista, pero sobre todo en una representación de la idea del hogar como fuente de todos los traumas, como origen primario de todo lo oscuro y terrorífico. Es el unheimlich freudiano: lo siniestro en lo cotidiano, lo fascinante de lo terrorífico, los traumas de infancia que nos acompañan, lo perverso escondido en lo familiar.

La casa lobo explora la propia idea de hogar, de familia, como algo perverso y al mismo tiempo acogedor, un lugar necesario al que volver siempre, pero en el que se esconden y nacen nuestros miedos más profundos. En todo caso, y más allá de interpretaciones psicoanalíticas, la película es un ejercicio magistral de construcción y exploración cinematográfica de un espacio, que a la velocidad del stop-motion, no deja nunca de mutar, y que es mucho más que un escenario en el que albergar la trama. Aquí, los personajes y la casa son un todo, la casa es personaje, los personajes son el hogar, y todo ello es al mismo tiempo el proceso de documentación del proceso de realización de la película, que no solo no esconde, sino que evidencia, la manipulación manual de los espacios, las figuras, y los dibujos. Como hace el artista William Kentridge en sus célebres películas de animación, cada nueva posición de los dibujos, o de los muñecos, se realiza sobre la anterior, sin esconder del todo los trazos, las huellas, la superposición de capas, generando al mismo tiempo una documentación del trabajo y una doble huella del tiempo, el empleado en la creación y el imaginado y filmado. Los cinco años empleados en la realización de la película están presentes, de forma física, en las huellas de la transformación de los muñecos, los dibujos, las paredes de la casa sobre las que se dibuja y se borra, se dibuja y se borra.

La película contiene además un aterrador viaje hacia una suerte de realismo perverso, que más aterrador es conforme más se acerca a una representación realista o veraz, en una paradoja que el filósofo español Ortega y Gasset ya describió (en su texto “La deshumanización del arte y otros ensayos estéticos”) al escribir sobre la desazón que provocan las figuras de cera que albergan algunos museos y que representan a personajes conocidos: “(la desazón) proviene del equívoco urgente que en ellas habita y nos impide adoptar en su presencia una actitud clara y estable. Cuando las sentimos como seres vivos nos burlan descubriendo su cadavérico secreto de muñecos, y si las vemos como ficciones parecen palpitar irritadas. No hay manera de reducirlas a meros objetos. Al mirarlas, nos azora sospechar que son ellas quienes nos están mirando a nosotros”.  Es esa tensión de lo real como algo terrorífico lo que habita en el corazón de La casa lobo. Lo terrorífico no es solo ese hogar perverso, sino la forma en la que ese hogar y sus habitantes se parecen cada vez más a los humanos que los crearon y a los que los contemplan. En ese viaje hacia el realismo, los personajes de La casa lobo se convierten en seres más extraños, más oscuros, más siniestros. Más nosotros que nosotros mismos.