La espada del inmortal, la película número 100 de Takashi Miike, adapta el manga de Hiroaki Samura (editado en castellano por Glénat) y hace posible la confluencia entre la profesionalidad con que el cineasta nipón asume los encargos de perfil alto, y la vena desquiciada que palpita en sus obras más asilvestradas. La historia de Maki, un samurai letal y atormentado por sus pecados que es convertido en una criatura inmortal, brinda en bandeja a Miike la posibilidad de filmar un cruento duelo de katanas tras otro, sumergiendo la evolución del relato en la opacidad impenetrable de un río de sangre.

El desparrame hemoglobínico de La espada del inmortal no resulta tan hiperbólico como en Ichi the Killer, pero la extenuante acumulación de duelos y batallas, así como la tan bizarra como colorida caracterización de los personajes, escapan a todo academicismo, situando la obra en un plano distinto al de 13 asesinos y Hara-Kiri, los anteriores chanbara de Miike, y la acercaría a Izo, esa historia de un ronin colérico que sembraba la destrucción a través del espacio y del tiempo, y que aún hoy supone una de sus cintas más inasumibles.

De hecho, la presencia en la película de un clan samurai que reniega de toda escuela anterior, emprendiendo una cruzada para borrar las tradiciones del mapa, funciona como una manifestación del pulso que existe en su filmografía entre su amor por la tradición –en el libro de Tom Mes Agitator – The Cinema of Takashi Miike, el autor de Audition hacía una confesión inimaginable: me siento atraído por lo ortodoxo”– y esa tendencia a fulminar expectativas y desestabilizar al espectador que le hizo célebre durante el cambio de milenio. En este marco, no es extraño que Miike pueda depositar sus simpatías en personajes como Maji o Izo, espíritus renegados que no hallan su lugar y parecen condenados a ser enemigo de todo y de todos.

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