La exploración de la memoria, en sus múltiples abordajes posibles, ejerce de hilo conductor de cuatro cortometrajes españoles dirigidos por mujeres que se presentan en la Sección Oficial de Zinebi-Festival Internacional de Cine Documental y Cortometraje de Bilbao. Así, el ejercicio de memoria interpersonal, en su vertiente más opaca y huidiza, conforma el núcleo de Naturaleza muerta, el nuevo trabajo documental de la cineasta chilena afincada en Barcelona Carolina Astudillo. Como en la magnífica El gran vuelo, aquí el trabajo con el material de archivo le sirve a Astudillo (directora, guionista y comontadora del film) para transitar entre las esferas de lo individual y lo colectivo, alumbrando una radiografía de las tensiones subterráneas de una determinada realidad social. La película se construye a partir de la lectura, en alemán, de la carta en la que una hija le describe a su madre el hallazgo de unas viejas fotografías de su abuela, tomadas en 1940, en la Alemania nazi, en los albores de la Segunda Guerra Mundial. Mientras las imágenes van acogiendo las diferentes instantáneas, la voz de la hija, que escuchamos en off, se desplaza desde un proceder descriptivo hacia la aparición de un ímpetu fabulador. Primero se detiene en impresiones generales acerca de paisajes y fechas, pero poco a poco las especulaciones acerca de la vida pasada se imponen sobre al registro objetivo. Surgen hipótesis sobre las conductas y preocupaciones de las personas vampirizadas por la cámara fotográfica, mientras el recitado de un poema de Celan introduce una serie de elucubraciones acerca de los colores que deben esconderse tras el blanco y negro de las imágenes. Un recorrido de lo literal a lo poético que aparece puntuado por un inspirado trabajo de ordenamiento y reencuadre de las instantáneas. Un viaje de lo anecdótico a lo viencial que termina destapando el elefante en la habitación del nazismo, lo que Hannah Arednt definió como “la banalidad del mal”. Con su mirada sensible e incisiva, siempre atenta a las modulaciones emocionales de las imágenes y el relato, Astudillo compone una pieza cuyas humildes dimensiones (apenas dura seis minutos) contrastan con su imponente fuerza reflexiva y evocadora.
El trabajo en torno a la transmisión de la memoria es también la base de Zerua blu de la vasca Lur Olaizola, que en lugar de recurrir a material de archivo asienta su mirada sobre los corpóreos y espectrales vestigios contemporáneos de un viaje memorable, el que realizo Mamaddi Jaunarena en barco, desde El Havre hasta Nueva York, en 1954. La presencia y las palabras de la anciana Mamaddi sirven de guía para una película que medita sobre la colisión entre el recuerdo y el olvido, poniendo en primer plano la idea del registro. Así, en una de las imágenes capitales de Zerua blu, una mujer joven lee ante la cámara un diálogo entre Mamaddi y otra mujer. Los recuerdos de la protagonista –la emoción y tumulto del viaje, la búsqueda de libertad y la experiencia de trabajar como criada, la vuelta a su tierra en la Baja Navarra– nos llegan con claridad, pero Olaizola se encarga de dejar constancia, a través del dispositivo formal, del lapso de tiempo transcurrido entre la vivencia y la rememoración. Un tiempo que descubrimos recorrido por la memoria de las imágenes cinematográficas que despertaron en Mamaddi el sueño de viajar a “las Américas”. Todo en Zerua blu nos termina devolviendo a la reflexión en torno al estatuto de las imágenes, una investigación que, en la parte final de la película, adopta un tono crepuscular para evocar un tiempo pasado, añorado, en el que el encuentro con lo cinematográfico solo era concebible bajo el paraguas de la experiencia colectiva.
En Derivas de Nayra Sanz Fuentes, la idea de la memoria deviene un mecanismo esencial para dar forma al trabajo contrapuntístico sobre el que se asienta el film. A partir de una deslumbrante colección de estampas, en formato 4:3 y plano fijo, en las que lo natural dialoga con lo maquinal, Derivas va dando cuenta de un mundo en el que las huellas del pasado intentan pervivir ante el asalto de una modernidad fulgurante, representada en la película por los ritmos acelerados y el bullicio artificial de la industria turística. Con un sexto sentido para capturar el espíritu de un tiempo y un lugar, Sanz Fuentes encuentra partículas significantes por todas partes: en las embarcaciones varadas en la playa, en las casas en ruinas, en el tenso ajetreo de un negocio de restauración, en la expresión impávida de unos habitantes que parecen observar desde otra tiempo… Y, sin embargo, la película fluye de un modo orgánico, a medio camino entre una antropología de los rostros y una poética del paisaje. En el mayor hallazgo del film, Sanz Fuentes se detiene a observar una figura masculina que, pese a deambular por la civilización, parece no haber perdido un cierto vínculo primitivo, esencial, con la naturaleza. Esta figura tosca, melancólica y crepuscular, que se pasea por el mundo con las facciones prestadas del gran Franco Citti, se convierte, como si se tratara de una aparición pasoliniana, en un emblema del desconcierto y la resistencia ante un mundo a la deriva.
Por último, la memoria de un tiempo detenido, anacrónico, recorre zigzagueante las imágenes de la sugerente Daucus Carota de Carla Linares, que se adentra, en clave ficcional, en el día a día de una comunidad de monjas de clausura. Sobre la matriz ordenada de un mundo rigurosamente ritualizado, enmudecido por el voto de silencio y homogeneizado por la imposición monocolor de tonalidades terrosas, Linares rastrea pequeños gestos disonantes: un movimiento a destiempo, una mirada que se prolonga demasiado o una imagen que parece fuera de lugar, como la estampa de una mano recorrida por hormigas, que invoca la fuerza subversiva del surrealismo de Buñuel. Pequeños desajustes que van resquebrajando sutilmente el retrato de la cotidianeidad de las monjas y que van abriendo la película a la sutil articulación de lo dramático y lo humorístico. Así, esquivando el subrayado de sus intenciones, Linares consigue perfilar un despertar de la conciencia y el cuerpo que aguarda, escondido en las imágenes, hasta que la exuberancia de la naturaleza desata una fantástica espiral erotizante. Un viaje de liberación que, pese a su empuje irreverente, nunca se desprende del todo de una cierta aura espiritual, una ambigüedad que enriquece y complejiza el retrato de una comunidad de mujeres varadas entre la devoción y la opresión.