La productora portuguesa Terratreme, un singular equipo que trabaja en modo de colectivo audiovisual, y con un fuerte componente político en todas sus producciones, logró la envidiable gesta de estrenar La fábrica de nada en el Festival de Cannes de 2017, y una vez allí alzarse con el premio FIPRESCI de la crítica internacional. Un hito alcanzado desde una posición nada central en la industria portuguesa, y a través del empleo de unas formas de producción cercanas al pensamiento colectivo, al cine de raíz documental, y la acción artística como herramienta de intervención en el mundo.

Rodada en 16mm, en un gesto materialista que busca anclar las imágenes a los cuerpos, el espacio y el tiempo, La fábrica de nada arranca con un crédito revelador, que presenta la obra como “Una película de João Matos, Leonor Noivo, Luisa Homem, Pedro Pinho y Tiago Hespanha”; es decir, todos los miembros de la productora, quienes firman la película como colectivo. Solo después leeremos: “Realizada por Pedro Pinho”. Ese matiz es importante: la película es de todos y cada uno de ellos, aunque sea uno de los miembros quien, en este caso, lleve la voz cantante. Y es importante además en una película que pone justamente en escena un ejercicio de resistencia colectiva, poniendo la cámara al servicio de conceptos que hoy parecen desterrados del debate público (de forma muy intencionada): la solidaridad, el trabajo en grupo, y la conciencia de clase. Y lo hace sin un ánimo de nostalgia de movimientos revolucionarios pasados, sino tratando de actualizar las preguntas sobre las condiciones de trabajo, producción y explotación que ha ido estableciendo el capitalismo contemporáneo.

Poco después del inicio, cuando ya se ha establecido el conflicto esencial de la película –que arranca en el momento en que los trabajadores de una fábrica descubren por azar que sus patrones la están vaciando en secreto, y deciden permanecer en sus puestos de trabajo, latentes, a la espera, en defensa de su futuro–, una voz en off, de las muchas que irán puntuando la película, afirma: “La crisis presente, permanente y unilateral ya no es una crisis clásica, un momento decisivo, es lo contrario, es un final sin fin. Un Apocalipsis sostenible. Una suspensión indefinida, una prórroga eficaz de un hundimiento colectivo. Y por todo eso, el estado de excepción permanece”. A lo largo de todo el metraje, la película irá dialogando con citas sacadas del presente, de los medios, elaborando un retrato casi documental de ese estado de las cosas que ha convertido la crisis en el paisaje común y cotidiano, y la degradación de las condiciones de vida en el único de los horizontes posibles.

En diálogo con esos extractos de realidad, están los tiempos muertos de los trabajadores que esperan, un tiempo dilatado que convierte la aparente inacción en una acción cargada de sentido político: la espera, la nada, es la propia acción, una reivindicación de sus cuerpos, sus vidas, su propia existencia, que solo cobran sentido en común: fabricar nada, pero hacerlo unidos. La fabrica de nada es precisa en su descripción también de las estrategias del capital para acabar con la resistencia: convertir la posibilidad del triunfo, o del fracaso, en una cuestión individual, separando las condiciones colectivas del futuro individual, y cargando la responsabilidad en los damnificados, a quienes se les trata de dividir del grupo, del colectivo, para debilitarlos. Es justa, además, en el retrato de los trabajadores, filmados con la cercanía de un primer plano que les dignifica y les resalta, y con la entereza de unos planos generales que les respeta en su integridad física y moral. Y precisa también, pero no ingenua, en la única posible actitud ante esas estrategias del mal: el colectivo, y la alegría. Las dos unidas. “Mundo, nos hiciste tanto daño, pero te amamos tanto”, espeta hacia el final uno de los protagonistas.

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