Empezó la competición en Cannes, y con ella los esfuerzos de los cronistas por hallar un hilo conductor que una peregrinamente las películas que se van viendo. Así, si forzamos un poco la vista, a lo mejor podríamos pergeñar un titular que afirmase que los dos primeros films en salir a la caza de la Palma tienen en común, además de estar dirigidos por debutantes en la competición cannoise, el hecho de retratar vínculos familiares no precisamente harmoniosos. Pero lo cierto es que Sieranevada y Rester vertical son propuestas muy distintas: por ejemplo, la película de Cristi Puiu saca partido a la acumulación de personajes en un espacio reducido, mientras que la dirección de Alain Guiraudie se hace fuerte en los momentos en que su protagonista se encuentra solo, enmarcado en unos encuadres en los que el aire entra por todas partes.
La sinopsis de Sieranevada que podemos leer en la web de Cannes empieza situando la acción en base a dos fechas muy específicas: tres días después de los ataque a Charlie Hebdo y cuarenta días después de la muerte del patriarca de la familia rumana con la que conviviremos durante casi tres horas de metraje. El atentado apenas sirve de momentáneo tema de conversación, sin que haga mella aparente en el ánimo de los personajes. Pero el padre fallecido sí sobrevuela todo el film, y es la excusa para reunir al clan en casa de la madre, que quiere conmemorar a su marido llevando a cabo un ritual típico de la región en la que nació, y que conlleva que un miembro de la familia personifique al finado, y esperar la bendición de un párroco cuya llegada se demora espectacularmente, impidiendo que los allegados se sienten a la mesa. Los pormenores de esta tradición, que parece confundir a los personajes casi tanto como al espectador, se van comprendiendo de manera gradual, pues Puiu en ningún momento telegrafía ni resalta el propósito de la situación, y ni siquiera aclara los lazos familiares que deberían guiar el sentido de la propuesta (horas después de la proyección todavía podría discutirse si unos eran hermanos, primos, cuñados o meros conocidos). Su estrategia es plantarnos casi de inmediato en el recibidor de un piso de dimensiones aparentemente escasas, pero que el ajetreo convierte casi en un laberinto, y lanzarnos al meollo dramático de unas personas que debería estar sumida en el luto pero a las que, aparentemente, preocupan asuntos muy diversos: la infidelidad, la religión, la política e, incluso, la credibilidad de las explicaciones oficiales de acontecimientos como el once de septiembre de 2001.
Pese a que algunos de estos temas pertenecen a categorías que se suelen escribir con mayúsculas, y a que la película está movida por una incesante oralidad, en ningún momento percibimos Sieranevada como una obra discursiva, o de tesis. Esto se debe a que las conversaciones van y vienen, aparecen a través de una voz inesperada (el pasado comunista de Rumanía se persona en una anciana que había permanecido callada hasta entonces, y que habla con encendido orgullo de los logros de Ceausescu), se interrumpen para quedar definitivamente arrinconadas o para ser retomadas luego en otros términos; casi siempre en un tono tragicómico: en diversos momentos de la película, lo mismo que hace llorar a un personaje provoca que aquel que está a su lado tenga que aguantarse la carcajada, dejando que sea la mirada del espectador la que decida si aquello es farsa o drama.
La relativa invisibilidad del dispositivo se traslada también a la puesta en escena, organizada mediante una serie de tomas de larga duración (muchas de ellas, planos secuencia), que registran el movimiento de los personajes, siempre a la altura de los ojos y sin abandonar su eje, y que, ocasionalmente, el montaje corta de manera tan inesperada como natural para llevarnos a un punto de vista distinto. Así, el autor de La muerte del señor Lazarescu no nos avasalla con su (en verdad, impresionante) coreografía de actores y gestos; del mismo modo en que lo que nos muestra puede servir para hablarnos de las fracturas que atraviesan Rumanía, pero nosotros lo percibimos, ante todo, como un rocambolesco cúmulo de embrollos que afecta por activa o por pasiva a un grupo de personas concretas.
La distancia entre lo concreto y lo simbólico es, de hecho, el conflictivo motor de Rester vertical. Las imágenes que crea Alain Guiraudie se suelen caracterizar por su precisa limpieza, y por su aversión a la sobrecarga y a la afectación, pero en este caso, la historia que cuenta parece dirigirse, en cierto modo, a un territorio mítico, puntuado por símbolos a medio hacer, como si estuvieran demasiado distraídos para recordar exactamente qué significan. Encontramos paisajes inmensos, que el director no embellece pero sí filma en todo el esplendor que puede proporcionar el scope, lobos que son a la vez objeto de fascinación y amenaza, e incluso cabañas perdidas en lo más profundo del bosque, donde se realizan peculiares terapias curativas con plantas.
El protagonista del film es Leo, un cineasta que vaga por el sur de Francia en busca de inspiración para su nuevo guion. Lo primero que le vemos hacer es entrarle a un joven, apenas disimulando sus intenciones envolviéndolas como si fueran una oferta laboral. Este lo rechaza y, al cabo de unos minutos, ya encontramos a Leo acostándose con una joven pastora a la que acaba de conocer, y a la que dejará embarazada. Ella no tardará en rechazar al bebé, dejándolo al cuidado de Leo, convertido de la noche a la mañana en padre soltero y sin rumbo fijo. Pese al periplo errabundo en el que, teóricamente, está embarcado Leo, el itinerario que vemos en pantalla es circular, volviendo una y otra vez a los mismos escenarios para encontrarse con una serie de personajes que acaban conformando una suerte de familia trapezoidal, de lazos afectivos intermitentes e inesperadas posibilidades combinatorias/amatorias, que varían en función de lo que pida el cuerpo (y el deseo) en cada momento.
La repetición de paisajes niega la aparente difuminación del film, y lo coloca más cerca de lo que podría pensarse la constancia que marcaba la anterior El desconocido del lago. Y, como en aquella, Rester vertical muestra el florecimiento de una amistad entre dos personajes que no parecían ser afines: Leo y un anciano aficionado a escuchar a Pink Floyd a volumen ensordecedor. El punto climático de su relación (y primera escena potencialmente escandalosa de este Cannes) se convierte también en la quintaesencia de la masculinidad que retrata el film: abandonada y condenada a morir en cuanto la flacidez se apodera del cuerpo, aniquilando esa verticalidad que el título del film convierte en juguetona polisemia.