Página web del Atlántida Film Fest.
Presentación de la programación del festival de FILMIN.
WINWIN. Daniel Hoesl. 84 minutos. Austria (2016). Con Heinz Arthur Boltuch, Aurelia Burckhardt, Stephanie Cumming.
Es probable que la única manera posible de entender, y criticar, sin ser un cínico ni volverse loco, el capitalismo globalizado sea a través de la sátira, la burla, la parodia. Al fin y al cabo, tal y como dijo Karl Marx, “la historia se repite dos veces, primero como tragedia y después como farsa”. Y pese al dramatismo de lo que genera, el capitalismo ha entrado, al menos en sus réplicas a escala local, y en sus dinámicas y rituales, en la etapa de la farsa. WINWIN, estrenada en el pasado Festival de Rotterdam, dirigida por el antiguo ganador del Tiger Award por su debut Soldate Jeannette (2013), es una extraña sátira de los mecanismos, ritos y creencias del mundo de las finanzas que, a través de la extrañeza y lo irracional, busca dejar en evidencia el sinsentido de la ciencia económica, así como el mundo de apariencias y entelequias sobre el que trabaja. WINWIN cuenta la historia de cuatro inversores, de aspecto muy profesional y siempre impecablemente vestidos, que viajan por el mundo en un jet privado en la búsqueda de empresas para comprar a cambio de nada. Sorprendentemente, muchos empresarios están dispuestos a vender sus empresas, aunque sea por la ridícula suma de un euro. Película formalista y al mismo tiempo anárquica, extremadamente rígida en su puesta en escena y dirección de producción, y casi aleatoria en su escritura dramatica, WINWIN es ante todo un trabajo de performance y de actuación, un gran teatro de apariencias destinado a revelar la impostura de lo real a través de la deformación automatizada de sus gestos más básicos: las negociaciones, los regateos, los discursos sobre el beneficio, la deuda, y la plusvalía, aparecen en la película como puros ejercicios de impostura, mentiras que todos adoran escuchar y creer. Todo un sistema vacío, más cercano a lo religioso que a lo científico. Los personajes hablan a cámara, directamente, mirando al espectador, en una mezcla de confesionario y discurso intimidatorio, en un ejercicio que involucra al espectador en un relato que permanece casi siempre ininteligible, un galimatías formal, estético y lingüístico que demuestra, como ya lo hizo Antonio Baños, que la economía no existe como ciencia, y que las leyes que la rigen son las de la narrativa de ficción.
BOYE. Sebastián Arabia. 135 minutos. España (2016). Documental.
El mal llamado “documental de autor” que tan en boga estuvo en España a principios de los años 2000 desprestigió por completo una de las más largas y fructíferas tradiciones del cine documental: la de la palabra, por considerarla exclusivamente televisiva, periodística, vulgar, y poco cinematográfica. Afortunadamente, ese prejuicio, que hunde sus raíces en una mezcla de snobismo y cine directo entendido como fuente originaria del verdadero documental, está hoy desapareciendo, y cada vez son más los cineastas que vuelven al lenguaje, a la toma de la palabra, al testimonio, o a la entrevista, como una herramienta cinematográfica. Es el caso de Boye, la película de Sebastián Arabia sobre uno de los personajes más singulares y fascinantes de la España política contemporánea: el abogado chileno Gonzalo Boye, célebre por su participación en la acusación en el juicio por los atentados del 11 de marzo de 2004 en Atocha (Madrid), y ahora convertido en uno de los abogados más comprometidos, de forma internacional, en la defensa de casos imposibles, como el del ex-informático de la CIA, Edward Snowden.
He aquí el caso de Boye, chileno de buena familia, afincado en España, que terminó pasando 10 años en prisión tras ser condenado por la Audiencia Nacional de colaboración con la banda terrorista ETA en el secuestro del empresario Emiliano Revilla. Huyendo de esa convención (falsa) de que varios puntos de vista terminan por ofrecer una verdad mayor, la película se decanta por un (casi) único plano frontal al único entrevistado: el propio Boye, que protagoniza la película, convirtiéndose en el único rostro y la única voz, que cuenta su historia en primera persona, en un diálogo casi directo con el espectador, a través del realizador interpuesto. Un vis a vis arriesgado, sin medias tintas, que asume su posición de cine documental, y por tanto limitado e incapaz de ofrecer una verdad mayor, y se decanta por el testimonio directo, a cámara, del protagonista sobre fondo negro. Sin ocultar la puesta en escena, sin esconder que es una entrevista, y sin pretender armar un relato aparentemente científico, la película es un ejercicio de confianza y escucha: Boye tiene la palabra, y va desgranando su propia historia, que es la de todos nosotros, habitantes inocentes de un mundo en el que la democracia parece ser una capa externa de un sistema oscuro, un barniz electoral y mediático para esconder tropelías, abusos, ilegalidades e injusticias.
DRONE. Tonje Hessen Schei. 78 minutos. Noruega, Pakistan, Estados Unidos (2014). Documental.
Los medios de comunicación llevan mucho tiempo insistiendo en las bondades y la revolución tecnológica, comercial, empresarial e incluso del ocio que puede suponer el uso masivo de drones: aviones no tripulados para actividades tan diversas como el reparto a domicilio, la fumigación de campos, o los estudios científicos de áreas remotas. Lo que nunca se explica es que, como ocurre casi siempre, la revolución de los aviones no tripulados responde a un interés y una investigación militar, estamento que ha desarrollado, experimentado y puesto en práctica la tecnología que luego se terminará adoptando para usos civiles. La película Drone rellena justamente ese vacío mediático: qué son, de dónde nacen, para qué sirven y cuáles son las consecuencias del uso militar de dones por parte, especialmente, de Estados Unidos. Sin ningún tipo de ambición visual o artística, Drone es un trabajo serio y terrorífico sobre las dos caras menos conocidas de esa revolución militar, que permite asesinar a sangre fría y de forma telemática, desde un punto del globo al otro, sin apenas esfuerzo, y de forma aparentemente inocua: la película no solo entrevista a antiguos operadores de drones, que explican esa banalidad del mal que supone tomar los mandos de un avión, dirigirlo desde Nebraska, sentado en un sofá, joystick en mano, y asesinar a un grupo de personas en Pakistán, sino que también viaja al terreno y salta de las imágenes de vigilancia, aéreas, impersonales, que facilitan el asesinato y la justificación, a la historia personal, a la herida, el trauma, la muerte, que terminan por completar (o por intentarlo al menos) el retrato de este nuevo negocio del crimen globalizado. Las imágenes que proporcionan los propios drones, que son las que sirven para apuntar y disparar, provocan ese efecto de falso conocimiento, de lejanía, de impersonalización, que la película trata de conjurar desplazándose al terreno y rastreando las terribles consecuencias de este juego del mal.