Página web del D’A – Festival Internacional de Cinema D’Autor de Barcelona (21 de abril – 1 de mayo).
LA PROPERA PELL. Isaki Lacuesta e Isa Campo. España (2016). Con Sergi López, Emma Suárez, Àlex Monner, Bruno Todeschini. Película de clausura.
Isaki Lacuesta, esta vez acompañado en la dirección por su guionista habitual, Isa Campo, sigue luchando contra su propia leyenda (del tiempo), casi una losa, para demostrar que, frente a lo que muchos piensan, no es exclusivamente un cineasta documental, ensayístico, un autor en el sentido más tradicional, o incluso despectivo (para algunos) del término, sino un cineasta de oficio, un trabajador de las imágenes, capaz de enfrentar con soltura una comedia desmedida y salvaje sobre la crisis como lo fuera la injustamente despreciada Murieron por encima de sus posibilidades y un drama familiar como encara en su nuevo trabajo. Frente al trabajo en cooperativa, rodando a salto de mata, e impulsado por una energía rabiosa y colectiva con la que Lacuesta sacó adelante su anterior película, La propera pell responde a un modelo más clásico tanto en términos de producción como de narración y puesta en escena: Lacuesta y Campo enfrentan una historia de identidad, crecimiento y maduración en torno a un esqueleto de thriller: una mujer que perdió a su hijo años atrás cree recuperarlo, ya crecido, y lo acepta de nuevo en su vida. En torno a esta nueva maternidad surgirán pronto muchas dudas, y una central: ¿y si realmente no es el hijo, sino un impostor, un mentiroso, un huérfano necesitado de cariño, un pillo capaz de aprovecharse del dolor de una madre? De nuevo un tropo recurrente en la filmografía de Lacuesta: el doble, la verdad y la mentira, la incertidumbre de lo visible, o lo incomprensible de lo cotidiano; pasos dobles para una película de fingimiento que, como el adolescente protagonista, se mueve entre dos aguas: la del drama familiar y la película de autor, en un incómodo terreno intermedio que solo Lacuesta y Campo parecen atreverse a explorar. Gonzalo de Pedro Amatria
ESA SENSACIÓN. Juan Cavestany, Julián Génisson, Pablo Hernando. XX minutos. España (2015). Con Lorena Iglesias, Vito Sanz, Jorge Suquet, Miquel Insua. Sección Direccions.
¿Puede una película funcionar como un virus y al mismo tiempo como su antídoto? Eso parece proponer la estimulante y paradójica Esa sensación, una obra sobre la alienación urbana que hace del encuentro entre sus personajes su principal leitmotiv narrativo y formal. Aislamiento y transmisión vertebran esta película que apuesta por la polifonía y la fragmentación desde su escritura y dirección a seis manos, por parte de una suerte de dream (o nightmare) team del llamado “otro cine español”, formado por Juan Cavestany (Dispongo de barcos y Gente en sitios), Julián Génisson (miembro del colectivo Canódromo Abandonado) y Pablo Hernando (Cábas y Berserker). De todos modos, pese a la estructura episódica del film, el discurso de Esa sensación –¡título genial!– no podría ser más compacto: todo apunta hacia una deconstrucción de la cotidianidad a manos del absurdo, una crispación de la “normalidad” como estrategia de desenmascaramiento de la realidad, como vía de acceso al malestar que late tras el fino cristal de la sociedad del bienestar. Los protagonistas de Esa sensación viven sumidos en una soledad acuciante y se aferran a los más variopintos rituales (de cortejo, familiares, religiosos) para exorcizar su desconcierto. Signos desperdigados de una sinfonía sobre la incomunicación que bien podríamos identificar como la heredera bastarda de esa genealogía fílmica que va de Luis Buñuel a La cabina de Mercero, de Michelangelo Antonioni a Tsai Ming-liang.
El póster y los títulos de créditos de Esa sensación parecen una recreación de los cuadros vegetales de Giuseppe Arcimboldo adaptados a la iconografía colorista e impersonal de una galería de símbolos de algún programa informático de tratamiento de imágenes. Una oda a la confusión contemporánea que ensaya una estructura sin centro –como La ronda de Ophuls o el Slacker de Linklater– y que se reivindica como una obra conceptual, diseñada para asfixiar la crisis que azota nuestra realidad más inmediata. Con su inspirada colección de arrebatos humoristas, Esa sensación repite la operación de Gente en sitios, que se articulaba como un esbozo de obra total en su desmembramiento narrativo, en su metamorfosis genérica permanente y en su formulación de una teoría del caos. ¿Cómo interpretar entonces este coro macabro de soledades, acercamientos y escaramuzas? ¿Como un himno nihilista o como su contracara humanista? ¿Podría ser ambas cosas? ¿Podrían la desesperación y el descreimiento de Esa sensación estar inoculándonos un antídoto con el que despertar finalmente de nuestro letargo? Manu Yáñez
OLEG Y LAS RARAS ARTES. Andrés Duque. 70 minutos. España (2016). Sección Talents.
Ermitaño, abstraído, excéntrico, lúcido, andrógino, camaleónico… Muchos son los calificativos que utilizaríamos para describir al gran genio ruso, Oleg Nikollayevich Karavaychuk. A sus ochenta y nueve años, esta leyenda de la música se ha convertido en un obsesivo objeto de admiración para Andrés Duque, cineasta hispano-venezolano afincando en Barcelona. Las melodías de Karavaychuk llegaron a los oídos del autor de Ivan Z a través de los films de Kira Muratova. Tras ser expulsado del conservatorio de Leningrado cuando todavía era adolescente, Karavaychuk se dedicó a componer bandas sonoras que han pasado a la posteridad. El nuevo documental de Duque propone un acercamiento singular a dicho artista. Y decimos ‘singular’ porque los setenta minutos de Oleg y las Raras Artes no buscan delinear un relato biográfico, sino a penetrar en la mágica, laberíntica y clarividente mente de ese mito viviente. He aquí un festín melómano y cinéfilo, una experiencia semejante a la que invade al amante del arte que visita el Hermitage por primera vez.
La mención del legendario museo de San Petersburgo no es casual, pues es en el Hermitage donde arranca el documental de Duque. Nuestro primer contacto con Karavaychuk transcurre en uno de los pasillos rojos que conducen a la sala donde reposa el piano del Zar Nicolás II. Desde el principio, su retórica nos conmueve, tal como debió impresionar al autor de Ensayo final para utopía. Duque no interviene, le deja actuar libremente, en plano fijo, aunque la mayor parte del tiempo Karavaychuk se muestra tenso, nervioso o dubitativo. La extravagante personalidad del músico le lleva a interrumpirse a sí mismo durante el concierto privado. Esa sensación de suspensión y no-continuidad se repite una y otra vez en el film. En cuestión de segundos, los monólogos de Karavaychuk cambian de asunto, imprevisiblemente, abordando tanto cuestiones biográficas, como anécdotas de sus viejos camaradas o valoraciones artísticas. Oleg y las Raras Artes es una oda al indomable Karavaychuk. Una carta blanca a la puesta en escena de su caos, su demencia y su maestría. Carlota Moseguí
DEAD SLOW AHEAD. Mauro Herce. 74 minutos. España/Francia (2015). Sección Talents fuera de competición.
Después de trabajar como director de fotografía en películas como Arraianos o El quinto evangelio de Gaspar Hauser, el barcelonés Mauro Herce da el salto a la dirección con esta lacónica y crepuscular odisea oceánica que somete los viejos relatos de marinos –con el Moby Dick de Herman Melville como referente ineludible– a un proceso de depuración dramática en el que la épica y la psicología son sustituidas por una misteriosa sinfonía de rituales herméticos. En este sentido, la puesta en escena de Dead Slow Ahead parece responder a un esquivo principio de extrañamiento. Sin apenas planos de situación, el monumental carguero en el que transcurre el film nunca deja de resultar un escenario desconocido, hostil, varado en una suerte de no-tiempo. Las perspectivas parciales del buque y los planos picados dibujan un intrigante rompecabezas de difícil solución. Un asombroso zoom de alejamiento sobre un gigantesco tanque donde trabaja un operario obliga al espectador a redefinir mentalmente las coordenadas espaciales del film. Y algo parecido ocurre en la filmación de una fiesta-karaoke: los flashes lumínicos, la oscuridad y las perspectivas tangenciales convierten los rostros hieráticos y las bromas sexuales de los operarios en gestos inextricables.
Una auténtica aventura para los sentidos, Dead Slow Ahead propone un vertiginoso juego de proporciones. ¿Cuántos operarios cabrían en el interior de uno de los gigantescos ganchos que llenan los depósitos del carguero? ¿Qué equivalencia podemos establecer entre la exuberante inmensidad del océano, capturada en pictóricos planos generales, y el rostro concentrado de un marino, magnificado en primer plano? Y, a la postre, ¿cuál es el lugar del ser humano en este desafío mecánico a la naturaleza? En este film donde lo digital/virtual no parece tener lugar, la relación entre los hombres y la maquinaria adquiere una cualidad fantasmagórica, arcaica. En una secuencia memorable, las voces de unos marinos que hablan por teléfono con sus familias se superponen al laberinto de tubos y engranajes del interior del buque (estampas que remiten a Syndromes and a Century, de Apichatpong Weerasethakul). El viejo conflicto entre el ser humano y el mundo industrializado –que ya fascinó al Charles Chaplin de Tiempos Modernos o al Robert Flaherty de Louisiana Story– todavía resuena en un confín inhóspito del planeta. Manu Yáñez
AMOR TÓXICO. Norberto Ramos del Val. 112 minutos. España (2015). Con Eduardo Ferrés, Ann Perelló, Mariu Bárcena, Álvaro Lafora. Sección Transicions.
Que los géneros cinematográficos, en toda su feliz codificación, ofrecen una vía privilegiada para la exploración de la naturaleza humana no es ninguna novedad. Que esos mismos códigos genéricos pueden llegar a deformarse hasta conformar una suerte de purgatorio de la sinrazón es una cuestión algo más moderna, en realidad, posmoderna. Pensemos en Bazz Luhrman, doblegando el esqueleto de la comedia musical en Moulin Rouge hasta convertirlo en un sabrosos escupitajo pop. O en el Whit Stillman de Damiselas en apuros, que convertía la cháchara de un grupo de jóvenes consentidos en una partitura disonante sobre la inconsciencia de clase. O en Michael Bay, hipertrofiando el cine de acción hasta convertirlo en un fascinante amasijo de épica descerebrada. De un modo extraño y sugerente, podríamos conectar Amor tóxico con todos estos ejemplos de cine de género desquiciado, sobre todo con el trabajo de Stillman, con el que la nueva película de Norberto Ramos del Val (Hienas, Faraday) comparte el gusto por la palabrería como contenido (de un torrente de teorías sobre el mundo de la pareja) y como continente (de una verborrea convertida en proyectil rítmico: un free jazz hablado).
Imaginemos una comedia romántica de Woody Allen atrofiada por la neurosis, más clínica que simpática, de sus protagonistas, o un collage con lo peor de las peores citas de la historia, pergeñado por el protagonista de Alta fidelidad tras ser abandonado por Lisa Bonet. Ramos del Val lleva la comedia romántica hasta un callejón sin salida, un lugar angustiado y tormentoso en el que resulta imposible distinguir entre la honestidad brutal y el enmascaramiento más pérfido. Uno podría intentar procesar todas las tesis que plantea la imposible pareja protagonista de Amor tóxico, pero seguramente acabaría sufriendo un caso de atrofia cerebral aguda. Como en las últimas películas de Godard, termina siendo más recomendable dejarse llevar, cazando ideas sobre la (atropellada) marcha y disfrutando de las pasajes más físicos del film: ese trastornado final –un atlético ejercicio de romanticismo borracho– hay que verlo para creerlo. Cabe admitir que, a ratos, esta relectura enloquecida de lo que Richard Linklater propuso en Antes del amanecer funciona mejor sobre el papel que en la pantalla, pero la sorprendente convicción con la que el film ejecuta sus ortopédicas piruetas narrativas acaba perfilando una peculiar sensación de triunfo cinematográfico. Manu Yáñez
SIN DIOS NI SANTA MARÍA. Helena Girón Vázquez, Samuel M. Delgado. 11 minutos. España (2015). Xcèntric al DA.
La cada vez más evidente hegemonía de las tecnologías digitales, que por diversas razones (políticas y económicas, especialmente) ha terminado por hacer desaparecer de las prácticas industriales los formatos fílmicos tradicionales, ha abierto una fértil vía de trabajo –en parte fetichista, en parte reivindicativa y nostálgica– con formatos que muchos querrían condenados a la desaparición, como el 16mm o el Súper 8. Una de las vías tomadas por esta reivindicación del celuloide pasa por la exploración de la parte más fantasmagórica de las imágenes. Es el caso del sobresaliente trabajo de Samuel M. Delgado y Helena Girón, Sin dios ni Santa María, que lleva ya una espectacular carrera por festivales experimentales de todo el mundo. Trabajando con material en 16mm caducado, y recuperando unas grabaciones etnográficas de audio realizadas en los años sesenta, Delgado y Girón realizan un trabajo que cae más cerca de la etnografía experimental, de la antropología alucinada, que del documental convencional. La mezcla de los audios de un pasado reciente, pero ya desaparecido –un trabajo sonoro que combina el registro con la distorsión–, con unas imágenes voluntariamente imperfectas, sometidas al azar de un revelado artesanal, convierte la película en una especie de viaje imposible por un tiempo que no existe: un punto intermedio entre el más allá y nuestro pasado más reciente, una especie de ouija cinematográfica sobre la que sobrevuelan mitos de brujas, mujeres malvadas y temores ancestrales que la materialidad de las imágenes y de las grabaciones sonoras, ambas físicamente palpables, no consigue atrapar. Gonzalo de Pedro Amatria