Una mujer embarazada rememora la figura de su padre, desaparecido durante la dictadura argentina, mientras supervisa la edición de un libro autobiográfico. Las estampas de ese volumen fotográfico, al igual que las imágenes de La idea de un lago, giran en torno a la única imagen que la protagonista, Inés, conserva de su padre. Así, sobre el papel y sobre la pantalla, la extraordinaria segunda película de Milagros Mumenthaler se presenta inicialmente ante el espectador como un ejercicio de transparencia. Las mujeres se perfilan en las imágenes de forma cristalina: habitualmente en plano medio, a veces de forma casi frontal, sobre fondos claros, dirigiendo miradas elocuentes o recitando para el espectador unos textos que evocan con claridad el peso de la ausencia, así como la enigmática y turbadora tendencia del ser humano a reproducir las flaquezas pasadas. En este sentido, la transparente premisa argumental del film podría haber devenido en una obvia meditación en torno a la confluencia de los traumas personales y las heridas históricas. Y sin embargo, La idea de un lago es cualquier cosa menos una película evidente.

Inspirada por el libro de fotografías y poemas Pozo de Aire, de Guadalupe Gaona –que se asemejaría al libro que, en la película, está ultimando Inés–, Mumenthaler apuesta con valentía por la sugerencia narrativa y la libertad expresiva: aprovecha los silencios que proliferan en un quebradizo núcleo familiar para emprender una búsqueda de imágenes alusivas, poéticas y simbólicas. Por momentos, esa exploración audiovisual apunta a la solidez, como en la recreación de unas viejas home movies en las que la espontaneidad característica del formato es sustituida por una meticulosa y fascinante evocación de una inocencia perdida –la asunción del artificio como herramienta expresiva es seguramente el mayor paso adelante que realiza Mumenthaler respecto a su notable primera película, Abrir puertas y ventanas–. En otros momentos, la indagación emocional que propone el film apunta hacia un poso lúdico, acuoso, como en ese asombroso viaje imaginario en el que la memoria del padre se encarna en un coche acuático, una ocurrencia que remite a la ternura salvaje y surrealista de Maurice Sendak, alguien que sabía perderse en el imaginario infantil.

Aunque, a la postre, es en sus momentos más vaporosos, más difusos, cuando La idea de un lago alcanza su cenit cinematográfico. Resulta difícil no caer rendido ante la escena más atrevida de la película, cuando la figura del padre ausente se volatiliza en el centro de una fotografía que cobra vida (oleaje, viento en las ramas de los árboles y en la arena agitada) para acoger la figura menuda de Inés, de niña, que camina junto al lago, luego se gira, se acerca a la cámara, y emborrona el objetivo con el vaho de su aliento. Un delirio audiovisual que parece surgido del diálogo entre la gravedad de Angelopoulos (los fantasmas de la Historia), y la fragilidad de los documentales familiares de Naomi Kawase (una historia de fantasmas). Imposible imaginar un modo más sintético y genial de aludir a la subjetividad de las imágenes, el peso del dispositivo (la cámara) en la articulación de la memoria, y el solapamiento de los tiempos: el pasado que se queda interpelando a un presente que se va. La idea de una ausencia pretérita que retumba en el presente también embruja una cadena de planos vacíos, a la Ozu, que culminan en la imagen de un sillón en el que destacan los pliegues dejados por unos cuerpos que no están. Y algo parecido ocurre sobre la pantalla de un ordenador en el que Inés, adulta, revisa fotos familiares de la infancia mientras chatea, en otra “ventana”, con su madre –una secuencia que establece curiosos vínculos con las adaptaciones fílmicas de novelas de Philip K. Dick: tanto con la búsqueda fotográfica de Blade Runner, como con las tortuosas home movies holográficas de Minority Report–.

Estructurada en tres tiempos (la infancia, juventud y madurez de Inés), La idea de un lago no rehuye la crudeza del drama personal, del luto imposible, encarnado en el rostro compungido, en eterna espera, de una enorme Rosario Bléfari en la piel de la madre, que parece tocada por la resistencia estoica de las mujeres del cine clásico japonés. Sin embargo, es en el trabajo con la cara más difusa de las imágenes –la respuesta del cine ante la incertidumbre y ambigüedad de lo real– donde la película se hace grande, proponiendo una escritura de gran calado conceptual. Los ejemplos residen en todos los rincones del film: el resplandor de las linternas de unos niños como la evocación de un extravío personal o como las señales de un guía fantasmagórico (hay otro momento inenarrable que entrecruza El espíritu de la colmena de Víctor Erice con Under the Skin de Jonathan Glazer); las luces de unos semáforos, difuminadas por la lluvia que cae sobre el vidrio de un coche, como el retrato de un presente incierto; o la figura incipiente de un bebé en una ecografía como la esperanza de un futuro sosegado, o como la intuición de que el pasado seguirá interpelando a las generaciones futuras.