Carlota Moseguí

Este año, el Festival de Berlín, el de Cannes y el de Venecia han coincidido en la elección de su película inaugural. No deja de sorprendernos que los tres certámenes cinematográficos de mayor prestigio del mundo se hayan decantado por films que ensalzan la época dorada de Hollywood con la misma nostalgia agridulce. Así, después de ¡Ave, César! (de los hermanos Coen) y Café Society (de Woody Allen), le ha llegado el turno a Damien Chazelle (Whiplash), que ha abierto la Mostra con un musical tragicómico inspirado en el Hollywood clásico. Y decimos ‘inspirado’ y no ‘contextualizado’ porque a diferencia de las cintas inaugurales de Berlín y Cannes, La La Land transcurre en el Los Ángeles del presente, aunque sus personajes no se comportan como si pertenecieran a este siglo. Sus ídolos, su vestuario y su forma de ver el mundo es más bien clásica, mientras que los escenarios supuran un aura vintage. En la pared de la habitación de la aspirante a actriz que encarna Emma Stone, cuelga un póster gigante de su heroína: Ingrid Bergman.

La La Land narra las peripecias de dos artistas que procuran vivir de su arte en la ciudad que concentra el mayor índice de sueños rotos por metro cuadrado. Emma Stone intenta mantener su trabajo de camarera en una cafetería situada en el interior de los estudios de la Warner Bros sin dejar de probar suerte en múltiples audiciones semanales, mientras que el talentoso pianista al que da vida Ryan Gosling fantasea con abrir su propio local de jazz, mientras se gana la vida haciendo bolos en bodas y otras fiestas privadas. La cronología del tierno romance entre los dos genios incomprendidos, así como su lucha por alcanzar sus ambiciones, es narrada en capítulos separados por las cuatro estaciones. Sin embargo, el relato está sujeto a otro tipo de división que el espectador no tardará en apreciar. Se trata de tres fracciones (con un género y temática diferentes en cada una de ellas) que convierten la narración en tres películas independientes.

La-La-Land

En su excelente ópera prima Guy and Madeleine on a Park Bench, Chazelle ya demostró sus dotes para fusionar los géneros del musical, el mumblecore y el melodrama. De un modo similar, aunque el arranque de La La Land brilla por sus potentes números coreográficos –filmados en planos secuencia engañosos que imitan el estilo de Iñárritu en Birdman–, el film dejará de tener escenas musicales en el momento en que Stone y Gosling oficien su romance. Así, tras caracterizar a los personajes y resolver su situación sentimental, Chazelle abandona el musical para abordar (de nuevo) aquello que le apasiona: el jazz, puesto en jaque por aquellos que quieren adaptarlo a los nuevos gustos contemporáneos.

Si del vitalismo de la primera parte, pasamos en la segunda a un drama sobre el estado del arte al servicio del mercado capitalista, en la tercera regresamos al romance, pero esta vez Chazelle plasma el devenir de la pareja con un melodramatismo demasiado exacerbado. Se trata de un registro nunca visto en su filmografía anterior, y que el realizador no terminaría de dominar al cien por cien. Una fragilidad que también se manifiesta en la reaparición final de números musicales, que dejan de ser emisarios de felicidad o esperanza para subrayar la pesadumbre del relato. Pese a este pequeño resbalón final, es necesario aclarar que La La Land no es una película fallida. Tras Whiplash, éste film consolida definitivamente a Chazelle como nueva promesa del cine americano. Además las brillantes actuaciones de Gosling y Stone garantizan sus nominaciones en los próximos Premios Oscar.