(Imagen de cabecera: Naissance des étoiles #2 de John Price)

Manu Yáñez

Hacía ocho años que no visitaba Punto de Vista, el Festival Internacional de Cine Documental de Navarra. Volví con el recuerdo fresco de una muestra que siempre abrazó una acepción abierta e impura de lo que ha dado en llamarse cine de lo real. Lejos de la ortodoxia del reportaje filmado, Punto de Vista sigue, como antaño, interpretando el documental como un terreno de juego, o un laboratorio alquímico, en el que hibridar los territorios de lo experimental y lo ensayístico, lo testimonial y lo fabulístico, un materialismo autorreflexivo (poco festivales tienen una relación más fetichista con el “viejo” celuloide) y una abstracción poética. Un conjunto de dialécticas que fulguraron con arrobo en el programa que me dio la bienvenida a Pamplona, un conjunto de seis cortometrajes que, cada uno a su manera, meditan acerca del transcurso del tiempo, algunos a partir de la evocación de una interrupción (a raíz de muertes, enfermedades o nuevos nacimientos), y otros a partir del intento de fijación del propio flujo vital.

La sesión arrancó con la estimulante Sonia del cineasta dominicano Jaime Guerra, un ejercicio ensayístico en torno al funcionamiento de la memoria que expone sus tesis a través de la desarticulación del lenguaje audiovisual. La pieza, organizada en tres bloques, arranca con una cascada de imágenes de dispar forma y duración: los planos nerviosos y subjetivos conviven con estampas paisajísticas y postales pueblerinas más equilibradas. Un conjunto impresionista que podría invocar el recuerdo de Terrence Malick si no fuese porque las imágenes-brochazo de Sonia apuntan más a la acumulación, a una catalogación libre, que a una orquestación. A medio camino, el cortometraje se detiene para que, sobre un paisaje que cambia de tonalidad a medida que el sol se oculta tras la nubes, el director lea una carta en la que se comunica con su madre, que ha sufrido un derrame cerebral y tiene mermada la memoria. La dulzura nada afectada del texto viene acompañada por una aguda reflexión sobre la forma en la que el lenguaje condiciona tanto la comunicación como el propio ejercicio memorístico. Así, en el tercer bloque, cuando, sobre una pantalla en negro, el cineasta reconstruye con palabras el collage de imágenes del primer tramo del film, el espectador, frustrado por la dificultad de evocar la sucesión exacta de unas estampas que ya empiezan a borrarse de su memoria, se descubre amortajado por su dependencia de la sincronía entre palabra e imagen.

Luego, en Wittnerchrome Notes I and II, el británico Nick Collins utiliza película de Super-8 para componer unos sintéticos diarios filmados que, en su desarmante desnudez, alcanzan una cierta trascendencia poética. Se trata de pequeños catálogos de imágenes que perfilan aventuras paisajísticas –las imágenes (diferenciadas) de bosques y cielos confluyen en una vista de un bosque recubierto por nubes bajas– e instantes cuya aura cotidiana, marcada por la aparición de sábanas blancas tendidas al viento, se ve sublimada por la textura granulosa e vívida del Super-8.

La primera gran pieza del programa fue Shrine de Robert Todd, que se presenta ante el espectador a través de unas imágenes en 16mm de la entrada-salida a lo que parece ser un comercio de flores. Marcada por un fuerte contraluz, la frontera entre la oscuridad interior y la luz diurna exterior perfila una dicotomía extrema que, poco a poco, a medida que avanza la película, va revelando un discurso acerca del irremediable diálogo entre vida y muerte. A partir de un momento determinado, la acción del corto se traslada a un bosque en el que un grupo de personas decora los árboles con flores, una cacofonía natural que, pese a la exuberancia colorista, adquiere un halo elegíaco cuando resulta evidente que estamos ante una celebración mortuoria. En este punto, una interpretación de la melancólica canción Still Fighting It de Ben Folds da pie a un montaje sonoro en el que el llanto de una mujer se transforma en un aullido de dolor colectivo. Cuando el film parece haber alcanzado su cenit, llega lo mejor. En un inesperado giro final, el día se hace noche y, con la desaparición de las figuras humanas, las imágenes devienen naturalezas muertas protagonizadas por flores raídas y rincones tenuemente iluminados. Un prolongado pasaje final que me hizo pensar, en su evocación de la descomposición del mundo natural, en la mítica y sombría escena del sueño de Antonio López al final de El sol del membrillo. En dicho pasaje, la cámara de Víctor Erice capturaba los membrillos caídos del árbol, oscurecidos por “la fermentación de la carne” y alumbrados por unos focos cinematográficos. Por su parte, resulta estremecedor saber que Shrine fue concebida por su director, Robert Todd, como un homenaje póstumo a un sobrino muerto; un tributo que, además, llegó poco antes del suicidio del propio cineasta. Doliente, bello y mortuorio, el cine constata de nuevo su condición de observador privilegiado de nuestra naturaleza pasajera.

La sesión parecía haber alcanzado su cúspide cuando llegó Naissance des étoiles #2 del canadiense John Price, una auténtica revelación. A riesgo de pecar de un exceso de cinefilia, resulta tentador describir el efecto magnético de esta película con la ayuda de imágenes de otras obras que me asaltaron durante mi asombrado visionado. Para empezar, el primer plano de este cortometraje filmado en formato panorámico nos presenta el encuentro en pantalla de una ardilla que se alimenta despreocupadamente, a la derecha, y un conjunto creciente de pajarillos que va abarrotando progresivamente el plano, a la izquierda. El efecto humorístico del despliegue pajaril hace imposible no pensar en el hilarante episodio de los patos de Five de Abbas Kiarostami, una película forjada en la frontera entre la apariencia observacional y la esencia fabuladora. Más adelante en Naissance des étoiles #2, después de un alegórico plano en el que la cámara recorre un cordón umbilical hasta alcanzar una placenta, llega el primer plano de la protagonista del film, todavía un bebé, filmada en primerísimo plano. Al ver cómo Price convertía el rostro de su hija en un paisaje inhóspito, punteado por un grueso y desnudo poso lacrimal, recordé aquellos planos de Azul de Krzysztof Kieślowski en los que el cineasta polaco pegaba su cámara al rostro de Juliette Binoche para sondear su dolor, convirtiendo el intimismo más radical en una suerte de épica emocional. Para cerrar (casi del todo) este juego referencial, debo saltar a un momento posterior en el que las imágenes filmada por Price se vuelven monocromáticas, y el rostro en blanco y negro de la protagonista, ya en su última infancia, aparece enfrentado, vaporosamente, a otro rostro femenino. El cineasta construye este cruce de miradas superponiendo las imágenes de las dos mujeres y fabricando un diálogo fantasmal, como si estuviésemos en la pieza Outer Space del austriaco Peter Tscherkassky, donde el rostro de Barbara Hershey se desdoblaba repetidamente. En todo caso, en Naissance des étoiles #2, la condición espectral de la imagen fílmica se ve iluminada por la ternura con la que Price confecciona un viaje por la infancia y adolescencia de su hija: un Boyhood liberado del zigzagueo dramático y concentrado, a través de las formas del diario fílmico, en el estudio gestual del seísmo emocional-existencial que supone para un padre ver crecer a su hija.

La cumbre expresiva y poética de Naissance des étoiles #2 llega gracias a una abrumadora superposición de imágenes. Por un lado, la protagonista, ya en su primera adolescencia, dirige al objetivo una mirada inquisitiva: ella está tomando el mando en su “relación” con la cámara del padre, perfilando un horizonte de rebeldía juvenil. Además, para constatar esta suerte de adiós a la infancia, Price superpone una imagen en la que, a lo lejos, se divisa un parque infantil ocupado únicamente por las figuras de un adulto y un niño. Y en ese mismo plano, a lo lejos, en perfecta composición horizontal, vemos el pasar lento de un tren de mercancías. Parece difícil imaginar una manera más desbordante de meditar, en clave lírica, a la manera de Ozu, sobre el transcurso del tiempo. Así, Naissance des étoiles #2 deviene un estudio sobre el nacimiento y finitud de las etapas vitales que se afianza sobre una rabiosa autorreflexividad, en la que la presencia casi táctil de un soporte fílmico hoy en desuso –Price juega en repetidas ocasiones a mostrar los bordes de los fotogramas– termina de sedimentar un discurso en torno a la memoria personal del cineasta.

Sin posibilidad de descanso, el programa continuó con la luminosa Words, Planets, en la que Laida Lertxundi pone en imágenes los seis principios para la composición planteados en Opiniones sobre la pintura del monje de la calabaza verde, un texto escrito por el pintor chino Shih-T’ao y recogido por Raúl Ruiz en el ensayo Para un cine chamánico. Este ejercicio conceptual, tocado por el espíritu lúdico de Ruiz, transita entre estampas performáticas –una chica oriental vestida de amarillo y con un corte de pelo a lo Faye Wong en Chunking Express juega a estrujar limones con sus manos–, observaciones fabulísticas –unos planos de cactus aparecen acompañados de un intertítulo que apunta que las plantas juegan a no jugar un juego–, ejercicios de desdramatización literaria y, por último, una reflexión acerca del impacto provocado por el nacimiento de una nueva vida. La idea del surgimiento de un nuevo horizonte vital se articula a través de un nuevo juego, esta vez basado en el desdoblamiento, que se produce cuando en una habitación oscura –semejante a la sala de cine en la que, anteriormente, hemos atisbado el arranque de The Days of Being Wild de Wong Kar-wai– vemos que se proyectan imágenes precedentes del propio corto que estamos viendo: la película se muerde la cola y deja ver su condición de objeto temporal sujeto a la ley del alumbramiento.

Por último, Polly One de Kevin Jerome Everson –seguramente la pieza más elemental del programa y al mismo tiempo la más hipnótica– nos presenta la filmación de un eclipse solar que aconteció en Saluda, Carolina del Norte el 21 de agosto de 2017. De partida, el cortometraje propone un ejercicio fantástico: la posibilidad de mirar directamente al sol y observar sus efectos lumínicos. Cruzados elegantemente por una nubes translúcidas, los rayos del sol generan un conjunto casi erotizante de reflejos iridiscentes. Una geometría indomable, en perpetua mutación, que sumerge al espectador en una abstracción de tintes alucinados, donde la luz como valor absoluto dialoga esquivamente con todo el espectro cromático. Un perfecto final, eminentemente sensorial, para un conjunto de películas rebosantes de ideas.