Víctor Esquirol (Festival de Locarno)

Al principio, el conflicto en esta historia solo lo puede detectar el ojo afinado, el que presta atención a aquellos detalles que pueden pasar inadvertidos pero que resultan especialmente reveladores. Un gesto, un despiste, una breve mirada fuera de lugar… Cándido pecado de infancia, esa etapa vital en la que todavía estamos aprendiendo a sopesar la imagen que proyectamos al mundo. El caso es que Solange Maserati, una niña de apenas 13 años, se encuentra en clase, pero en realidad no está allí. Está reviviendo, una y otra vez, esa discusión hogareña entre su padre y su madre. Pocas semanas antes, en su fiesta de cumpleaños, los adultos definían a Solange como el contrapunto a su hermano mayor, es decir, como la alegría de la familia. Pero esto ya no aplica; algo ha cambiado. El profesor, que la conoce mejor de lo que ella cree, repara en esto a partir de un rápido vistazo que tiene mucho de escaneo implacable y al mismo tiempo de respetuoso, incluso cariñoso. La mirada de la cineasta parisina Axelle Ropert (La famille Wolberg, La prunelle de mes yeux) opera así tanto en las labores de dirección como en las de escritura del guion. Su Petite Solange es un retrato de la infancia (a las puertas de la adolescencia) a partir del seguimiento emocional hecho en las circunstancias más inestables.

Teniéndolo todo a favor para que los gritos, los lloros y otros golpes efecto tomaran posesión de la narración, Ropert apuesta por la contención, por la timidez de quien todavía es inconsciente de hasta dónde pueden llegar los impactos sentimentales con los que la vida nos pone a prueba. La pequeña Solange está brillantemente interpretada por Jade Springer, quien demuestra un magnetismo nato para aguantar, una y otra vez, el reto del primer plano, y quien canaliza una impresionante fusión entre personaje y actriz. La encarnación ideal de las tesis retratistas de Ropert. La cámara, como aquel profesor, se queda mirando atentamente (sin perder detalle, pero sin atosigar) a la más joven de la familia Maserati, un conjunto inmerso en un proceso de desintegración que no parece tener remedio. Esto es un drama adulto, porque son los adultos los que lo causan y los que avivan sus llamas, pero el foco está puesto en una niña, principal víctima de dicha descomposición. Condición deplorable que queda patente en las relaciones que establece con sus otros seres queridos.

Rodean a Solange un hermano que abandona el barco en el momento más crítico y un posible amor que debe florecer mientras el romanticismo se marchita por todas partes. La niña se ve abocada a una continua sensación de desamparo, incrementada por la falta de herramientas (y puntos de apoyo) para enfrentarse al mundo. Las tomas cortas sirven para crear un vínculo íntimo y empático con el personaje, pero también para incidir en su soledad. Un tono taciturno y melancólico invade un relato tocado por el fatalismo. Springer sigue aguantando la mirada a la cámara, pero hay algo en este intercambio que ha cambiado para siempre: la niña ya no es tal; ha sido arrastrada al triste mundo de los adultos. Ropert filma este proceso de maduración como un camino marcado por el desencanto y no tanto por el crecimiento.

Volvemos a la escena en el aula. Y a las muchas otras que pueblan el breve metraje de Petite Solange. Axelle Ropert encuentra en ellas el placer de atender a una exposición de argumentos (por parte del cuerpo docente, pero también por parte de los alumnos), o sea, el de escuchar para después responder con propiedad. Su nueva película es, al fin y al cabo, una bella y delicada defensa del calor humano en nuestra formación como personas, plasmado este en la necesidad y la voluntad de hablarlo todo, a ser posible, en su debido momento; con el debido tacto.