Violeta Kovacsics

A finales de los años ochenta, Krzysztof Kieslowski realizó un proyecto de televisión en el que, a lo largo de diez episodios, retrataba las diatribas morales de una serie de personajes. Las relaciones se entramaban en torno a un complejo de apartamentos, donde las miradas se cruzaban y las historias se reencontraban. Kieślowski firmó esta obra monumental de la televisión en 1989, año de la caída del Muro de Berlín, símbolo inequívoco del final del bloque soviético. United States of Love, presentada en el Festival de Sevilla y ganadora de un Oso de Plata en Berlín, se sitúa también en aquel momento y tiene lugar entre las paredes, calles y rincones de un bloque de pisos polaco. Es 1990, y el comunismo ha dado paso a la entrada en Polonia de la cultura americana, del aeroóbic, del mundo de la moda, de las cintas VHS, de los tejanos… He aquí los símbolos de la llegada del capitalismo, que son, curiosamente, los mismos que en Under the Shadow de Babak Anvari, la alegoría de terror sobre una mujer persa que desafía las normas del islam a finales de los ochenta, y en la que los objetos, lo concreto, se convierten en símbolo de un momento político, y despiertan, a su vez, una extraña nostalgia.

United States of Love es un relato en torno a la decepción amorosa, en torno a la frustración, en un contexto, el de un año bisagra entre dos maneras distintas de entender el mundo, que determina profundamente el discurso de la película. Estructurada en torno a cuatro puntos de vista, de sendas mujeres que atraviesan crisis amorosas y vitales, United States of Love supone un retrato pesimista y truculento de la Polonia de la época. El director, Tomasz Wasilewski, tiñe la atmósfera de tonos grisáceos, como si la película estuviese cubierta por un filtro de Instagram que apaga la viveza de todos los colores. Así, el pelo rubio de las protagonistas parece por momentos gris, y los labios pintados de carmín de una de las protagonistas destacan en la pantalla. El brillo desaparece, como si, en el pasado, el sol fuese otro. Como si la única manera posible de entender la Europa postcomunista fuese a través del gris y del desazón sin remedio. En United States of Love, todo es truculento, y el amor desaparece para dar paso a un desgarro empalidecido, y a una carnalidad desapegada.

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Otra película de la Sección Oficial de Sevilla tiene lugar en un país de Europa del este. Aunque, en esta ocasión, el espacio queda aun más reducido que en United States of Love. La húngara It’s Not the Time of My Life de Szabolcs Hajdu se adentra en el apartamento de un joven matrimonio con hijo, que, de repente, una noche, recibe la visita sorpresa de otra pareja y de su hija adolescente. Las dos mujeres son hermanas, pero representan dos estilos de vida completamente distintos. Una tiene un piso amplio (lleno de tapices, de libros y de plantas, y con grandes ventanales, un espacio que transmite el olor, de madera, moqueta y papel de algunos apartamentos de Budapest). La otra acaba de regresar de Escocia con su marido y su hija, y necesitan dinero para empezar de nuevo. Unos y otros se critican constantemente, en un choque de modelos de vida: la estabilidad, contra lo nómada. Como en Un dios salvaje, la película de Roman Polanski que se encerraba entre las cuatro paredes de un apartamento, It’s Not the Time of My Life propone una paleta de personajes odiosos. Sin embargo, si en la fallida Un dios salvaje, la ironía salía al rescate de los personajes (en el de Jodie Foster, por ejemplo: aquella burguesa que desde su piso neoyorquino pronunciaba la risible frase “yo sí que sé lo que es el dolor de África”), en It’s Not the Time of My Life, no hay salvación alguna.

La película se maneja con rabia en el espacio único y reducido del piso, pero para ello necesita constantemente de la histeria, tanto de la puesta en escena como de los personajes y situaciones. It’s Not the Time of My Life es una filme crispado, sin que en ningún momento logremos entender la necesidad o el porqué de esta crispación. En este sentido, termina resultando más interesante una película como la recientemente estrenada Después de nosotros, del belga Joachim Lafosse, en la que el espacio cerrado del hogar se convierte en recipiente del desgarro emocional y de la faceta más pragmática del amor.

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Profundamente europea es Días color naranja, la última película de Pablo Llorca, presentada en las Nuevas Olas de Sevilla. Quizá porque pone en escena uno de los elementos más arraigados de la adolescencia y de la postadolescencia europea: la del Interrail, aquel billete de tren que permitía a los jóvenes viajar por Europa, uniendo países, lugares, haciendo de este continente viejo y ahora desmembrado una única cosa. Viviendo, también, unas experiencias, como el amor pasajero, muy vinculadas con el final de la juventud. Entendiendo, al fin, que las amistades no eran solo los compañeros de escuela, sino también los vecinos del norte, o del sur, con los que se vivía un momento único, para después separarse y permanecer únicamente en el recuerdo.

En Días color naranja, Llorca abraza una cierta ligereza, juvenil. Lo hace de la mano de un chico que, en 2010, y tras la erupción del volcán islandés de Eyjafjallajökull, se ve obligado a ir de Grecia a Madrid en tren, junto a un grupo de jóvenes que están disfrutando del verano haciendo un viaje en Interrail.

“La nostalgia… qué miedo”, dice en un momento de la película un personaje, encarnado por Luis Miguel Cintra. He aquí la hermosura de Días color naranja, que pese a adentrarse en un momento vital que inevitablemente pasará (la adolescencia) y retratar unos tiempos pasados (el viaje en tren, que evidencia las distancias y su temporalidad), tiene algo vivo, en movimiento. Su mirada no resulta nostálgica, sino profundamente presente, vitalista. En este sentido, resultan bellísimas las escenas de Cintra en la casa del padre adoptivo de la protagonista, en las que vemos fotografías de la vida del personaje, que son a su vez los recuerdos del propio Cintra, un actor que tiñe la pantalla de emoción, cuando, por ejemplo, recibe y abraza a la hijastra que no ve desde hace años.

Rodada con pocos medios, sin permisos, en el pequeño compartimento de un tren o en las calles y rincones de una Europa que por momentos es un recuerdo, Días color naranja pone de manifiesto que, quizá, el cine de Pablo Llorca debería llamarse “resistencias”.