Presentada en el pasado Festival de San Sebastián, esta película de Paula Ortiz (De tu ventana a la mía) se acerca con considerable osadía a las Bodas de sangre de Federico García Lorca. Durante su visionado, no pude evitar sentir una simpatía complementada con puntuales estallidos de jolgorio ante una propuesta que no tengo del todo claro donde ubicar en un paisaje de excepciones e insularidades como el del cine español actual (y de siempre). Ortiz se las ve con Lorca sin miedo al ridículo ni a la lírica, más bien con una confianza plena en la fuerza evocadora de sus versos y depositándose en los hombros de su más que acertado reparto, para llevar a buen puerto este polvoriento western de mujeres.

Desconozco el proceso de gestación de La novia, si fue un parto feliz, si fue complicado, si fue tan árido como los paisajes de la película o más bien no, pero el caso es que tiene problemas de sobreproducción, no sé si me haré entender: tanto a nivel de fotografía como en lo que respecta al montaje, demasiado rápido y cortante en ocasiones, muy de videoclip, a menudo la película parece empeñada en no querer distanciarse en exceso de ese aspecto y esos colores que a veces parece que sean siempre los mismos en un cierto cine español, digamos, de calidad. Cuando se quiere poner turbia o violenta, a menudo deviene vulgar. Hay pasajes hermosos, contagiosos, como el momento en el que La Novia sale a cantar La Tarara, y otros en el que un arrobamiento excesivo desactiva la intensidad de los versos de Lorca, como ese duelo final punteado por el Pequeño vals vienés. Pese a todo, pese a sus imperfecciones, es una película que te mantiene con los ojos y los oídos abiertos y te recuerda que hay cosas, pasiones, que no mueren con el tiempo. Ojalá sea cierto eso que decía Gil de Biedma en su poema “Pandémica y celeste”, que mueren en paz los que han amado mucho.