Alberto Richart (Las Palmas de Gran Canaria)

El fantasma de David Lynch parece ser convocado en los pasillos de los Cines Yelmo Las Arenas, sede principal de la 24ª edición del Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria. El peregrinaje a las salas pasa por varios altares dispuestos por la organización del evento, que emulan la mítica habitación roja de Twin Peaks (1990), o un televisor de tubo, conectado a un reproductor de VHS, desde el cual el director homenajeado este año emite sus conocidos partes meteorológicos de YouTube. Si alguien jugó con las posibilidades del formato y los demonios que de él se podían sustraer, ese era el responsable de Inland Empire (2006). A Lynch le hubiese encantado esa difusión de la imagen digital, pasada por el granulado de lo catódico, así como el certamen canario parece disfrutar del amplio abanico de voces, formatos e historias que conforman una selección autoral, internacional y local. 

Probablemente, Lynch también hubiese compartido su entusiasmo por dos de las obras más experimentales del certamen, ubicadas en la sección Banda aparte. La primera se ubica en una zona residencial de Santiago de Chile, aunque la escasa nitidez de foco desdibuja casi toda posibilidad de identificación geográfica. Desde una posición de considerable altura, la cámara de Al sol, lejos del centro (Luciana Merino y Pascal Viveros, 2024) realiza un barrido por los tejados, las calles y la vida cotidiana de los transeúntes que van brotando desde cada esquina de la imagen. 

Durante menos de veinte minutos, la fotografía rastrea la vida anodina de una soleada ciudad, deslumbrada por un filtro artificial de luz de atardecer. Solo dos figuras, correspondientes a dos mujeres que transitan por diferentes puntos del barrio, son capaces de interrumpir el divagar aleatorio de la cámara. Esta cambia su actitud extraviada, para dejarse guiar por las dos amantes y sus encuentros con los vecinos a su alrededor. Las mujeres pasean, se detienen y siguen su trayecto, hasta llegar a una zona en construcción, con altas grúas. Es en lo alto de una torre industrial, que de alguna manera podría demarcar el devenir de la urbe y de la sociedad, donde una de ellas se cita con la otra, y le planta un beso como quien clava su bandera en terreno recién conquistado.

La breve pieza de Merino y Viveros coloniza la quietud con el movimiento humano y el silencio con los sonidos que, a juzgar por la distancia entre objetivo y objeto, suenan con un volumen aumentado en edición. La conjunción de casas, tejados y fábricas, mirados desde la distancia, devienen maquetas de una ciudad presente. Con su narración contemplativa, los creadores proyectan una lúcida distopía futura, en la que el cemento no logra imponerse ni sobre el sentimiento ni sobre la personalidad de un pueblo. Curioso resulta, sin duda, la decisión por el fuera de foco que asola la obra al completo, y que se hace más y más distorsionado conforme realiza su zoom sobre los cuerpos. Como si se tratase de In water (Ho Sang-soo, 2023), un cierto cine autoral parece sumarse a la corriente de una miopía todopoderosa, que no impide el entendimiento del relato, y que en el caso de Al sol, lejos del centro, observa un mundo en el que poco puede intervenir.

El cortometraje servía de preámbulo para el largo (¿documental?) que el estadounidense Julian Castronovo presentó al público como una película hecha en su habitación, “a su manera, y con unos 1.000 dólares de presupuesto”. Debut, or, Objects of the Field of Debris as Currently Catalogued (un título farragoso que ya pasó por el Festival de Rotterdam, y que describe por sí mismo la rizomática mente de su autor) bebe de la afición por el true crime, el creepypasta y el found footage, tendencias intrínsecas al desarrollo de Internet. En este contexto estético y cultural, Castronovo despliega su particular lenguaje visual, puramente influenciado por la imagen devuelta por videocámaras, webcams, redes sociales, buscadores, videovigilancia e incluso avatares de videojuegos como Los Sims (Will Wright, 2000), aunque también bebe de la comedia y el noir, especialmente al posicionarse a sí mismo como trajeado detective del tres al cuarto, o al presentar esos objetos catalogados de su premisa con la frontalidad fotográfica con la que lo haría Wes Anderson de haber nacido en 1998. Todo un dispositivo de “imagen incesante”, como lo llamarían Jordi Balló y Mercè Oliva, que desarrolla una narrativa conspiranoica sobre la antigua ocupante de la habitación de alquiler en Nueva York de Castronovo, de la que ha encontrado varias pistas sobre su intrigante y desconocida vida, y de las que no duda en tirar del hilo. 

A través de su pantalla de ordenador, el enfant terrible realiza una investigación amateur sobre la vida de Fawn Ma, una supuesta artista que se ganaba la vida realizando falsificaciones de arte. Como si se tratase de la versión en primera persona de Lo que esconde Silver Lake (David Robert Mitchell, 2018), con su laberíntico pasatiempo, el ocioso joven reflexiona sobre la autenticidad del arte, la autoría, el robo y la suplantación. También pone a dialogar el arte clásico con el contemporáneo, y la dificultad de acceso en nuestros días a una obra original. Lo hace a través de repeticiones o bocetos hechos a mano, rozando el estudio benjaminiano: “Puede que el original nunca existiera”, llega a concluir en un momento, que resuena también cuando la herramienta de Google Imágenes devuelve cientos de resultados similares entre sí. Una idea poderosa, en tiempos de convalidación social de Chat GPT.

Para rizar más el rizo, lo metacinematográfico entra en el relato una vez avanzada la investigación: Castronovo desea hacer su primera película (que llamará Debut, un concepto carente de metonimia, como tantos otros símbolos y juegos semióticos que afloran durante el filme) y para ello inventa toda una distraída aventura gráfica, que finalmente sirve de excusa para hablar de sus propios miedos e inseguridades. En un turno de preguntas y respuestas, Castronovo admitía que la incertidumbre y la impotencia que él mismo muestra a cámara, sobre si su proyecto podría desarrollarse o no, es de lo poco verídico de todo el tinglado. Sus últimos cinco minutos dejan un sabor de boca amargo, como si el propio creador se hubiese rendido antes de tiempo en sus pesquisas. Pero merece la pena perderse por el inteligente viaje que propone, que conecta con una intimidad digital y una angustia vital concreta, aquí unidas en un mismo cuerpo (el de Castronovo), y cuyos ecos resuenan en la obra de Jane Schoenbrun.