A un día de conocer el próximo Hivos Tiger Award, llegó la hora de dar un repaso a las películas que aspiran al galardón y que todavía no hemos comentado en nuestras crónicas. Además de las ya reseñadas –Motel Mist, Oscuro animal y History’s Future link–, otros cinco largometrajes se disputan el único premio que se otorgará este año (en vez de los tres tigres habituales). Y cabe decir que, entre estos cinco títulos, sobresale el debut del paraguayo Pablo Lamar, titulado La última tierra. Este técnico de sonido afincado en Argentina ha dado el salto al largometraje con el tema preponderante de sus dos cortos anteriores (Noche adentro y Oigo tu grito): la muerte y su correspondencia con la vida. Por otro lado, la ópera prima de Lamar coincide con el planteamiento formal del film de Felipe Guerrero presentado en la competición de Rotterdam. Oscuro animal y La última tierra prescinden de diálogos y concentran la fuerza del relato en el sonido ambiente de la selva (colombiana o paraguayana). En el caso de La última tierra, una cuestión tan atávica como la pérdida del único ser querido del protagonista es tan poderosa que no requiere de palabras. De hecho, en este poema visual, las palabras debilitarían las imágenes, mermando la valía de la fábula. En este sentido, podríamos señalar que La última tierra sigue el mismo patrón que los trabajos tempranos de Lisandro Alonso, La libertad o Los muertos.

El prolongado arranque de La última tierra sitúa el contexto del drama con una maestría incontestable. Se trata de la última cena que celebrarán la pareja de ancianos protagonizada por Vera Valdez y el reputado actor de teatro Ramón Del Río. Esta escena de veinte minutos se construye a partir de una serie de largas tomas con planos detalle de la única vela que ilumina el escenario, la mandíbula masticando de la vieja postrada en su cama, la silueta de su marido sosteniendo la cuchara con la que le da de comer a la enferma, y un largo etcétera. Tras la inminente muerte de la mujer, la cámara de Lamar persigue al viudo durante las veinticuatro horas del luto. Pero tan sólo se nos permite conocer los rituales de su despedida mediante zooms de sus pequeñas acciones –cavar la tumba, sentarse sobre la hierba a meditar– o grandes angulares que muestran al hombre dentro o fuera del paisaje salvaje.

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Otra grata sorpresa que ha deparado la competición Hivos Tiger Awards ha llegado desde el Festival de Sundance, celebrado paralelamente al certamen neerlandés. Se trata del debut del belga Pieter-Jan De Pue que se alzó con el premio a la mejor fotografía en la competición mundial de documentales del festival americano. Rodada durante siete años en Afganistán, The Land of the Enlightened facilita un acercamiento a la nueva generación de jóvenes afganos, cuya infancia o adolescencia ha sido interrumpida por la invasión norteamericana. Esta docuficción –más ficción que documental pese a su colocación en la categoría ‘no-ficción’ en Sundance– presenta a dos bandas de chicos que sobreviven como pueden a la ocupación militar.

El primer grupo extrae piedras lapislázuli y bombas sin detonar en una mina ex soviética. Mientras que el segundo clan –formado por miembros más peligrosos y mayores que el primero– patrullan los caminos, a caballo y con sus kalashnikovs, para robar opio y otros tesoros a los contrabandistas. Asimismo, la parte ficcionada de la película corresponde a la vida del líder del segundo grupo, llamado Golam. La voz en off del protagonista nos descubre el motivo de los robos de su banda en las carreteras. Su intención es reunir todo el dinero posible para pedir matrimonio a una niña y llevársela a Kabul, donde le construirá su palacio. Esta parte ridículamente naif del relato queda compensada con las impactantes escenas capturadas por la cámara de De Pue cuando éste logra infiltrarse en las bases norteamericanas. Gracias a ellas presenciamos sus entrenamientos y sus ataques lanzando misiles, así como su sentimiento de derrota cuando llega el día de la retirada de las tropas.

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Dentro de la competición oficial de Rotterdam hallamos dos películas con muchas similitudes. Nos referimos a la brasileña Where I Grow Old y la americana A Woman, a Part (claramente superior a la anterior). Ésta última está protagonizada por la brillante Maggie Siff (Mad Men), quien da vida a una actriz de una serie de televisión atrapada en una crisis artística y existencial. La celebridad hollywoodiense decide escaparse a Nueva York –lugar donde dejó a sus amigos para convertirse en una estrella– y reemprender su vida. Sin embargo, una vez allí, no será recibida como ella esperaba. A pesar de tratar un gran tópico del séptimo arte, el debut de Elisabeth Subrin sedujo a la audiencia de Rotterdam por su forma honesta de mostrar el vacío causado por una vida de comodidades, así como la nostalgia por los años perdidos. Por otro lado, la trama se enriquece cuando Maggie Siff comparte escena con Cara Seymour: la mujer que no le ha perdonado irse de Nueva York.

En cambio, la relación entre las dos protagonistas de Where I Grow Old no parece funcionar del todo. Igual que A Woman, a Part, el salto a la ficción de la documentalista Marília Rocha también se basa en un reencuentro ocasionado por un viaje. Este mumblecore brasileño tiene lugar en Belo Horizonte, ciudad donde se instaló la lisboeta Francisca desde hace un año. La protagonista sufre una crisis que la ha llevado a replantearse volver a Portugal. Y, además, la llegada de su antigua amiga Teresa a su casa, para probar suerte en Brasil, acaba por reafirmar su deseo de regresar a su tierra natal. La manera de expresar sus debilidades y el egoísmo de ambas, así como la saudade de Francisca no termina de resultar convincente, igual que el tándem Siff-Seymour, a causa de la dirección de las actrices no profesionales.

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Aunque el film menos logrado de la competición oficial no fue Where I Grow Old, sino el último largometraje del aclamado director de Frontier Blues, Babak Jalali. De entrada, Radio Dreams presenta una interesante reflexión sobre el exilio y el sentimiento de no pertenencia al lugar de destino. Sin embargo, el auténtico valor de la película se concentra en la puesta en escena de un encuentro más simbólico que melómano, un encuentro que el director demora demasiado en exponer. El metraje anterior a dicho acontecimiento –dividido en días– podría ser excluido al no aportar valor más allá de la dilatación de la espera.

Hamid –un esplendido Mohsen Nawjoo– ha organizado una jam session con la primera banda de rock de Afganistán, Kabul Dreams, y los míticos miembros de Metallica. Hamid se siente orgulloso de sus logros dirigiendo la programación de esa radio donde se retransmite únicamente en farsi. Pero tras ser forzado a incluir anuncios de pizzerías y peluquerías entre sus recitales de poesía o canciones populares por órdenes de su jefe, irrumpirá su nostalgia y el afán por volver a su tierra. El conflicto interno del protagonista estalla cuando Lars Ulrich demora su aparición en la estación de radio. La película, producida por Noah Deshe (director de White Shadow), falla en esa innecesaria dilatación de la espera. Aparezcan o no los miembros de Metallica, el espectador ya conoce el mensaje del film: pase lo que pase, el exiliado siempre sufrirá por no poder volver a su país.