Carles Matamoros

Es bien sabido que la mala ubicación de San Sebastián en el calendario de festivales de clase A condiciona sobremanera su programación, particularmente la de una Sección Oficial en la que difícilmente puede haber espacio para las películas de aquellos autores más cotizados en los círculos cinéfilos. Tanto es así, que uno tiene la impresión de que la rutilante selección de Perlas (alimentada, básicamente, por títulos de Cannes, Berlín y Venecia) ensombrece la competición y es una muestra involuntaria de poca confianza de los programadores en los filmes que tendrán su estreno europeo o mundial en Donosti. Por si esto fuera poco, la consolidación de un festival-mercado como el de Toronto provoca que la mayoría de películas de la Sección Oficial lleguen acompañadas de sus respectivas críticas previas, lo que resta trascendencia internacional al certamen donostiarra. Ni tan siquiera los dos autores más estelares de esta edición (Bertrand Bonello y Hong Sang-soo) se libran de ello.

Ante este panorama, cabe celebrar la decidida apuesta del festival por las óperas primas en varias de sus secciones, pero muy significativamente en Nuev@s Director@s. Es ahí donde la labor del equipo de programación puede percibirse mejor. Es ahí donde San Sebastián tiene la posibilidad de establecer un discurso, una línea editorial. La elección de Park es un buen ejemplo de ello, ya que el debut de Sofia Exarchou logra escapar de la tendencia dominante en el cine griego de autor contemporáneo (muy influido por Yorgos Lanthimos) y ofrece una vía alternativa, menos rígida y más empática, para acercarse a quienes habitan un país en crisis.

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El protagonismo recae aquí en un puñado de jóvenes, que bien podrían ser primos lejanos (con una situacion económica peor) de los de Larry Clark. Su espacio no es una pista de skate, sino unas instalaciones deportivas en estado de degradación que en 2004 formaban parte de la Villa Olímpica de Atenas. La metáfora es evidente, pero Exarchou no cae en los subrayados ni en los golpes bajos; prefiere observar los cuerpos y los ritos de esos adolescentes en un espacio del que se han apropiado. Aunque se intuyen los hilos de un relato dramático (una relación sentimental, un conflicto laboral-familiar, un choque con el turismo), uno de los grandes aciertos de Park es su suspensión narrativa, su vagabundeo acorde a las vidas de sus personajes.

La directora, Exarchou, que sitúa la cámara cerca de sus criaturas, consigue que estas hablen a través del contacto físico y no tanto mediante palabras: una pelea, una borrachera, un polvo, un baile, una ducha colectiva… El grupo de chicos (en el que una chica, pareja de uno de ellos, impone su personalidad alejada de los clichés de lo femenino) funciona como un colectivo al borde de la marginalidad al que no se somete a juicio. No hay condescendencia ni truculencia en Park, solo un retrato del aquí y el ahora. La posibilidad de la violencia y la precariedad económica forman parte de ese presente (y dan lugar a alguna escena obvia, como la de unos congresistas que lanzan billetes a uno de los jóvenes), pero Exarchou tensa la cuerda sin romperla y ello da lugar a una película abierta, sin moralejas, en la que el espectador puede completar el cuadro.

Más allá de este estimulante debut griego, es de agradecer que en su primera jornada San Sebastián se haya acordado de un cineasta clave en su historia reciente. Me refiero, claro, a Terence Davies, convertido en un habitual del certamen vasco gracias su participación en las secciones oficiales de 2011 y 2015 con The Deep Blue Sea y Sunset Song, y a la retrospectiva de 2008, año en el que el festival también publicó una estimulante monografía sobre su obra. A Quiet Passion, la última película del director británico, compite ahora en la sección Zabaltegi-Tabakalera tras su paso por Berlín y unas semanas antes de su estreno en España (con el título Historia de una pasión). El film es un exquisito ejercicio de cámara con el que Davies nos invita a los interiores de un hogar no tan alejado del que habitaban las familias de sus dos primeros largometrajes. Ocurre que aquí estamos ante una suerte de biopic de Emily Dickinson y el cineasta es fiel a quien quiere retratar, por lo que no tiene problema en renunciar a varios de los rasgos autobiográficos y estilísticos que le han hecho célebre. En A Quiet Passion no se cantan canciones a pleno pulmón, no hay apenas travellings que atraviesen el tiempo y el relato es lineal, pero Davies logra que una casa, y más concretamente una habitación, encapsule el universo creativo y emocional de la célebre poetisa estadounidense. La forma es el fondo y al revés.

La austeridad del relato, que se percibe tanto en los escasos escenarios como en la discreción de los movimientos de cámara, es acorde al retrato de una Dickinson retraída, encerrada en sí misma y en constante conflicto con un mundo exterior que anhela tanto como teme. Cuando la posibilidad de la pasión, del amor, irrumpa en su vida lo hará de forma difusa a través de la ventana de su alcoba, donde vislumbraremos la silueta del hombre deseado. En otra ocasión, un sueño será el que abrirá la puerta de su habitación para plasmar ese amor reprimido. Luego, cuando su renuncia a la pasión sea más contundente si cabe, la poetisa ni tan siquiera recibirá a un pretendiente en su casa. Permanecerá refugiada en su estancia y conversará con él desde ahí, incapaz de enfrentarse a la vida más allá de esas paredes. No debería sorprendernos entonces que cuando Dickinson llore una muerte dolorosa, lo haga también en su habitación. La cámara, en uno de los escasos travellings majestuosos que se permite, abandonará el seguicio fúnebre en el exterior y se elevará hasta la ventana en la que la protagonista se asoma para mirar el féretro por última vez. Es un gesto formal respetuoso: Davies dirige su mirada fílmica hacia ella, hacia su mundo.

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A Quiet Passion es también una película hablada, donde sobresale la exquisita dicción de los actores, que declaman unos diálogos tan transparentes como literarios. Uno podría pensar, por momentos, en Gebo et l’ombre (Oliveira) o en Un método peligroso (Cronenberg), si no fuera porque la obra de Davies ya es particularmente rica en el empleo de la palabra. Aunque sí sorprende aquí la práctica ausencia de la voz en off, que se limita a la recitación de varios poemas de Dickinson; estos llenan los vacíos de las elipsis, sirven como comentario de una escena o avanzan lo que sucederá.

El riesgo ante una posible rigidez, ante el encorsetimiento que sufren tantas películas de época alejadas de la sensibilidad de Davies (que detesta los films “a lo Jane Austen”), es solventado aquí por la ironía e incluso por la mordacidad, que se cuelan en los diálogos. Del mismo modo, el cineasta britanico evita los primeros planos y guarda distancia emocional: los personajes deben ser interpretados por el espectador, que puede observar cómo conversan entre sí y cómo habitan un determinado espacio. Cierto que la verbalización pesa, a veces, demasiado y que la película se ve perjudicada por una cierta redundancia discursiva y compositiva, pero Davies plantea dualidades apasionantes (interior/enterior, hombre/mujer, arte/vida, noche/día, religión institucional/fe individual) y deja varias imágenes memorables. ¿O es que acaso podremos olvidar esas luces que se cuelan parpadeantes por la puerta cerrada de la habitación de Dickinson hasta desaparecer y devolvernos a la oscuridad?