Desde el prólogo de este turbulento drama de mujeres –un himno al suspense coronado por una violación en plano fijo cenital–, Sergio Candel (director de Dos miradas y Historia de un director idiota) apuesta claramente por tensar la cuerda narrativa que va del misterio a la revelación. La piezas del rompecabezas de La señora Brackets, la niñera, el nieto bastardo y Emma Suárez pueden dispersarse ocasionalmente, incluso apuntar ciertas digresiones o líneas de fuga, pero al final todo termina encajando: el valor simbólico de las imágenes resulta unívoco, menos sugerente que si fuese esencialmente enigmático. Una simbología que apunta, por cierto, hacia la guerra de sexos dejando a uno de los bandos, el masculino, prácticamente fuera de campo. Esta es la historia de cuatro mujeres en crisis: una camarera que intenta lidiar con la maternidad en solitario, una abuela pija (la señora Brackets) que aspira a retomar la truncada relación con su hija, una exitosa profesional que busca en el sexo sin compromiso la cura a su soledad y una niñera que afronta su carrera actoral cargada de inseguridades. Mujeres afligidas que se pasean parsimoniosamente por las elegantes y pulcras composiciones de Candel, que elabora sus planos como retablos cargados de aflicción y rencor.

La señora Brackets… podría establecer un diálogo a distancia con dos películas con las que comparte un título enumerativo e interminable. Ahí está El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante de Peter Greenaway, cuyo manierismo de planos frontales resuena en la película de Candel, aunque el valenciano sustituye el barroquismo de Greenaway por una concepción diáfana de la puesta en escena. Y luego tenemos a Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, semilla fundacional de ese universo almodovariano del que Candel exprime equivalentes dosis de transgresión y perversión, siempre con la mirada puesta en la veta melodramática del autor manchego. En este sentido, la sombra de Magical Girl de Carlos Vermut, otra obra de halo almodovariano, se extiende aciagamente sobre las costuras de La señora Brackets. Allí donde Vermut conseguía perturbar al espectador a través de sugerencias, acertijos y una narrativa esquiva, Candel prefiere impactar al espectador con explícitas postales de la desesperación. En una de esas estampas del malestar, una mujer practica sexo telefónico con un desconocido mientras se folla a sí misma delante de un espejo. La secuencia sobrecoge por la valentía de la actriz Carla Sánchez, sin embargo, el derrumbe post-orgásmico del personaje resulta manido, demasiado previsible y obvio. Candel no oculta su intención de trabajar con arquetipos femeninos, personajes construidos a golpe de trazo topológico, pero incluso aceptando esos términos, la película abusa de ciertos tópicos (el tedio burgués, el rencor materno-filial, la crueldad del mundo teatral) y cae en algunos subrayados.

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La señora Brackets… no carece de momentos brillantes. El poema “Mi soledad es mi soledad” de Manuel Luis Rodríguez, recitado en una pintoresca soirée para señoras adineradas, cae como un ladrillo sobre la sólida estructura de la película. Y luego, en la escena más interesante del film, “la niñera” del título (aspirante a actriz y reencarnación del mito de Electra) cuida cariñosamente del “nieto bastardo” mientras, de fondo, en una televisión, se ve una escena de Tierra de Julio Medem. “La niñera” recita los diálogos de la película de memoria y así, sobre la imagen, se entrecruzan dos vectores centrales de La señora Brackets…: el amor materno y el deseo sexual, ambos presentados en su versión más tormentosa. Con estas escenas, y con la fugaz y enigmática aparición de Emma Suarez, Candel abre la película hacia una senda poética que nunca termina de eclosionar del todo. A la postre, la geometría exacta de los juegos de dominación y sometimiento termina imponiéndose a los difusos brochazos de misterio y belleza.