(Imagen de cabecera: Roy Andersson en el rodaje de Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia)

Víctor Esquirol (Festival de Sevilla)

Un hombre atado a un físico orondo y torpón (grande, en definitiva, muy grande) se dirige lentamente hacia un escenario, y a cada paso que da parece que el mundo y él mismo vayan a derrumbarse al unísono. Mientras avanza, en algún lugar del planeta se registran pequeñas sacudidas sísmicas. No por la envergadura de ese cuerpo casi celeste, sino también, y sobre todo, por el discurso que prodiga a través de sus películas. Cuando la pantalla no habla, lo hace él, y entonces parece que el universo sea un poco mejor. El maestro sueco Roy Andersson visitó el Festival de Cine Europeo de Sevilla a razón de la retrospectiva y el premio honorífico que ahí le dedican, y como era de esperar, su visita lo cambió todo.

Al final, el hombre conquistó el escenario: agarró con fuerza el Giraldillo de Honor, y nos derritió con su mirada y su sonrisa. Su otra mano, por cierto, se aferraba a un bastón; a una viga maestra que sostenía, ella solita, aquel edificio imposible. El equilibrio se convirtió, de repente, en un malabarismo igualmente improbable. A simple vista, la escena hubiera podido convertirse muy fácilmente en una cumbre del patetismo; en un clímax de sufrimiento. Pero no. No hubo nada que lamentar, sólo que celebrar. Andersson, gigantesco, aguantó la vertical, y por si alguien no acababa de estar convencido, dijo: “Bastante poco dura la vida como para pasarla de mal humor”. Al mal tiempo, la mejor de nuestras caras: se disiparon los nubarrones, dejó de llover, salió el sol y brilló con mucha más fuerza.

Al programa de hoy le pasó más o menos lo mismo, básicamente porque con Roy Andersson empezó, y con Roy Andersson terminó. Divino. A primera hora de la mañana sonreímos (estaba escrito) con el díptico compuesto por To Fetch a Bike y Saturday October 5th, un cortometraje y un mediometraje de 1968 y 1969 respectivamente, y con la cotidianidad y la vida en pareja como sendos ejes centrales. Empezaba el día con aquel director que, en aquella época, apenas empezaba. La primera pieza abrió con la toma cercana e íntima de una mujer tumbada en la cama. Al moverse, descubrió al hombre que compartía espacio vital con ella. Se trataba de una pareja de jóvenes que malvivía (aunque tampoco era para echarse a llorar) en un apartamento prestado, y que antes de enfrentarse una vez más a la vida, debían subir al desván a buscar una bicicleta (de ahí el título).

Una situación como cualquier otra, sin más historia que la que podría encapsular la propia sinopsis, y aun así, sobraron momentos, a lo largo de apenas diecisiete minutos, para querer detener la proyección, volver atrás y revisitar aquella frase, aquel gesto, aquella manera de filmar. Como espectadores, nos acercamos al final de la década de los sesenta con la conciencia de un siglo XXI ya bien entrado. Creíamos saber más de lo que el mismo autor debía saber en aquel entonces. Es el valor añadido que sólo puede dar el tiempo, y sino preguntemos, por ejemplo a Thierry Frémaux, quien para el documental ¡Lumière! Comienza la aventura se acercó a la obra de los pioneros del cine analizando con criterios artísticos una obra a la que, en su nacimiento, sólo se le suponía valor documental.

Volviendo a aquel cuchitril, Andersson jugó con el contraste para separar de manera exagerada las luces de las sombras. Las partes iluminadas deslumbraban; las más apagadas, apenas se veían. Aplicado el experimento a la fisionomía humana, convirtió a los personajes en entes que aparecían y desaparecían según el estado de ánimo del momento… circunstancia que (y ahí estaba la gracia) dependía totalmente del compañero de baile. El paso de la alegría a la decepción se producía por el efecto de los vasos comunicantes: a la que él se elevaba, ella se hundía en la miseria. Y viceversa. Y sucesivamente, hasta que él detuvo por un momento la rueda: se sentó, miró al infinito y reflexionó… sobre la historia de unos pájaros que se le quedó gravada en su infancia. Breve intromisión existencialista con excusa plumífera (bendito presagio), y a continuación, cierre en una toma de exterior urbano. Estática y dibujada mediante perspectivas tan alienantes como incitadoras a jugar con la profundidad de campo. Es el vuelco al corazón provocado por esos primeros pasos que sabemos que van a terminar en saltos formidables.

Y aterrizamos en el año siguiente, en ese Saturday October 5th, para ser exactos. La diferencia entre luz y sombra se exageró aún más con el uso de un blanco y negro que, por naturaleza, invitaba a la esperanza y al desánimo a partes iguales. Un hombre joven que vivía con su madre se veía obligado a librar las batallas domésticas de ésta. El grifo de la cocina no funcionaba, con lo que tocaba pelearse con el administrador de la finca. La épica confrontación se resolvió en una sola toma (inmóvil, por supuesto). Con el escorzo del cogote del protagonista y la cara del susodicho encargado. Los dos elementos, por cierto, estaban deliberadamente desenfocados, para que nuestra atención se centrara en aquello que se interponía entre ambos: la cadena de seguridad de la puerta que momentos antes les separaba.

Esa pieza de metal aparentemente insignificante concentraba en realidad todas las malas vibraciones de un escenario que estaba a punto de estallar por, precisamente, el enfado que emanaba de cada personaje… Hasta que la acción salió afuera y ahí, por fin, pudimos respirar. Roy Andersson siguió con los contrastes. Ahora el choque lo brindaban unos interiores y unos exteriores irreconciliables. En los primeros se concentraba todo lo malo del ser humano, y en los segundos, las personas podían escapar para, a lo mejor, encontrarse y enamorarse. Entre una cosa y la otra, hubo tiempo para dos momentos musicales en los que melodías tan conocidas como el O sole mio o el When the Saints Go Marching In se pusieron al servicio de estribillos que parecían burlarse de la letra original. El director y guionista (y publicista, no lo olvidemos) seguía avanzando hacia esa meta que tanto nos encandilaría: cuando el joven encontró por fin a su amada, el conjunto halló el tan ansiado equilibrio. Los miedos y las dudas se disolvieron en esa seguridad y confort que sólo puede dar el amor.

“Pity”, de Babis Makridis.

Vivíamos (y de hecho, vivimos) en un mundo hostil, violento… desagradable, pero no por ello indigno de nuestra sonrisa. Entre el primer y el último contacto con el genio sueco, hubo tiempo para visitar la Sección Oficial, y darse cuenta, de paso, que Andersson llevaba razón. Pity, de Babis Makridis, se descubrió, ya desde la proyección, como una de esas películas que exigen volver a ella, eso sí, tras un tiempo prudencial. La sesión fue por momentos agónica, pero la posterior reflexión, ya con la sangre fría, fue altamente gratificante. El nuevo trabajo de este cineasta griego nos presenta a un acaudalado abogado, cabeza de una familia a punto de perder a uno de sus componentes más importantes. La mujer (o la madre, según cómo se mire) esta en el hospital, en coma, y los pronósticos de los médicos no son nada alentadores. El protagonista, como no podía ser de otra manera, está abatido.

A través de unos títulos explicativos, Makridis apunta que no hay sentimiento más difícil de falsear que el de esa pena profunda que da título a la propuesta. Y ahí esta el hombre, en la cama, solo. Hundido en una miseria… a la que le va cogiendo el gusto. Pasan los días, la situación médica de su amada se va deteriorando, y a él todo esto ya le va bien. Hasta tal punto que sería capaz de hacer lo que hiciera falta con tal de preservar tan deplorable situación. La desgracia como droga. El lamento y la tristeza como únicas señales de vida permitidas en un espectro emocional trágicamente (auto-)condenado al luto. La clave, por supuesto, está en ese prefijo entre paréntesis. Nos lo recordaría el director a través de la insistencia en los recursos estéticos y narrativos (al más puro estilo Kirill Serebrennikov), pero sobre todo mediante la distancia desde la que traza el retrato de la actitud del protagonista. Los títulos explicativos se elevan así a la categoría de “Sagradas Escrituras”, en un mundo en el que lo hierático pasa de ser una filosofía de vida a una pose completamente vaciada de contenido. En algún rincón, Roy Anderson asentía y sonreía. Mientras, los acordes de réquiem se comían cualquier atisbo de felicidad en las manifestaciones musicales. El duelo como religión demasiado prestada al fanatismo.

Y de nuevo, la anécdota se convirtió, con el debido reposo, en revelación. La proyección de Pity transcurrió mayormente entre resoplidos. Entre actos reflejos (y maleducados) que pretendían denunciar el poco recorrido de esa broma que sostenía todo el aparato. Y sin embargo, ahí mismo estaba la gracia. En el colapso al que se (auto-)condenaba la propuesta; en lo consciente que parecía Babis Makridis de que todo esto no iba a ningún lado. A pesar de ello (o quizás precisamente por todo esto) siguió estirando la cuerda. Llevándola al límite; esperando que se rompiera. Y se rompió. En un acto desesperado por reencontrarse con el pesar, el abogado activa una bomba de gas lacrimógeno en su propio despacho. Literal. Andersson no lo hubiera hecho mejor: lo dramático se deforma en absurdo, y lo absurdo degenera en cómico. Desde Grecia (una de la cinematografías clave en el resurgir del conocido como “cine de la crueldad”), Babis Makridis –cómplice espiritual en algunos de los títulos clave de Yorgos Lanthimos– construye un Caballo de Troya: un dispositivo de apariencia y modales efectivamente crueles, pero con espíritu transgresor (burlón, iconoclasta…) con respecto al dogma de ese corpus de películas ahora dominantes, ridículas en su obsesión por mostrarnos al ser humano como un pozo (sin fondo) de lágrimas. Unos nos exigen llorar. Otros, por suerte, nos invitan a reír.

“Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia” de Roy Andersson.

Y así, volvimos al principio… que en realidad era el final. Roy Andersson, omnipresente. La retrospectiva culminó con su última película hasta la fecha: Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia. La tercera entrega de la trilogía existencial conquistó en 2014 el León de Oro de la Mostra de Venecia, y ahora, en 2018, iluminó una sesión a todas luces memorable: sala llena y complicidad absoluta con un público que llegaba a la cita con las lecciones muy bien aprendidas. Ya desde los tres encuentros con la muerte que sirven aquí como pistoletazo de salida, quedó claro que sabríamos que la risa era siempre la solución a todos los retos propuestos. Roy Andersson sacó a pasear su galería de tableaux vivants. De cuadros vivos llenos de personas casi muertas; de personas pintarrajeadas de gris espectral para dar color a un mundo ocre mediocre. Fue una hora y cuarenta de sketches conectados mediante los fantasmas que los protagonizaban. Situaciones absurdas para un mundo absurdo. Humor negro y surrealista para un universo cruel, desquiciado, y desde luego, con un sentido (si es que lo hay) muy alejado de las proporciones humanas deseables. Ante tal desesperación sólo quedaba la carcajada.

En un bar de Gotemburgo, las notas del Battle Hymn of the Republic dejaron de lado el Glory, Glory Hallelujah! para establecer un pacto entre la posadera y sus clientes: un beso a cambio de un trago. Emocionante escape musical, sublime en el reciclaje de las energías negativas que nos rodean para sacar de ellas la fuerza que tal vez, y sólo tal vez, nos salvará. El plano estático como puerta abierta a profundizar en el lenguaje cinematográfico; en la magia del fuera de cuadro. El punto de observación inmóvil como invitación movernos; a salir de esta realidad terrible. El humor como alivio del alma; como preservador del poco juicio que nos queda. ¡Gloria, gloria, aleluya!