Júlia Gaitano (Festival de Sitges)

Plenamente consciente del revuelo que iba a levantar su relectura de un film de culto como Suspiria, Luca Guadagnino (director de Call Me By Your Name) ha optado por la ambigüedad a la hora de aproximarse al clásico moderno de Dario Argento. Presentándola como un homenaje al film original, del que se declara gran admirador, el director de Cegados por el sol propone en su sexto largometraje una experiencia radicalmente distinta a la que forjara el autor de Rojo oscuro. El argumento ya es conocido: una joven aspirante a bailarina (Jessica Harper en la original, aquí Dakota Johnson) aplica para entrar en la prestigiosa Academia de Danza Tanz/Markos y allí descubre el estricto modus operandi impuesto por la rígida Madame Blanc, una imponente Tilda Swinton. La protagonista, inocente y ávida de aprendizaje, se meterá sin saberlo en la boca del lobo, en un universo de pesadillas bergmanianas, arrebatados rituales y pasadizos secretos. Dueña de una singular sensibilidad artística, llamará rápidamente la atención de Blanc, lo que generará tensiones en la estructura de poder de la Academia.

Dónde más resalta la bifurcación de planteamientos entre Argento y Guadagnino es en el terreno estético. El primero proponía un manifiesto modernista basado en la exuberancia colorista y el exceso visual arraigado en la tradición del giallo. Guadagnino, por su parte, acerca su película a una sensibilidad más realista, de colores apagados y tonos asordinados que solo se encienden cuando lo fantástico emerge con virulencia. Es en esos instantes –cuando Guadagnino se arrima a los códigos del terror– en los que la película resulta más efectiva, dando rienda suelta a la visceralidad rítmica y al misterio. Al margen de ello, otro de los cambios en la nueva Suspiria radica en la constante consciencia histórica de la película: el escenario, una tensa y dividida Alemania en 1977, concentra un gran peso dramático. El horror que se esconde en el edificio Tanz es solo equiparable al que se vive fuera de sus muros, en el Berlín en crisis a causa de los ataques terroristas de la banda Baader-Meinhof. En este contexto, llega un nuevo personaje, un psicólogo anciano (interpretado por una difícilmente identificable Tilda Swinton, que muestra una vez más su talento camaleónico) que actúa principalmente como hilo conductor de la historia, a la vez que contenedor en sí mismo de la Historia.

Guadagnino dedica cuantioso metraje al “factor histórico”, sin embargo, cuanto más ahonda en él, más desdibujado queda el verdadero núcleo narrativo del film: esa perturbadora Academia, las dinámicas del grupo de mujeres que viven en ella, el viaje emocional de la protagonista, los entresijos jerárquicos de esa pequeña sociedad (Argento mantenía un cierto enigma en su definición, Guadgnino no duda en calificarla como un aquelarre). Si bien la idea de sororidad ya iba incorporada al concepto original, inevitablemente ligado a la figura histórica de “la bruja”, no es hasta esta Suspiria que se pone realmente en valor. El film se suma a la tendencia actual de un cierto cine de terror con carga feminista: La bruja, Crudo. Las pruebas abundan, partiendo por ese reparto enteramente femenino, una verdadera declaración de intenciones que demuestra que, pese a la insistencia de algunos por anclarla a la cinta de 1977, la nueva Suspiria es un producto esencialmente contemporáneo.

Guadagnino tiene claro que el feminismo nada tiene que ver con lo virtuoso, lo inmaculado, lo puro. Ciertas escenas aparentemente irrelevantes o rutinarias, que profundizan en la interrelación entre los personajes, manifiestan que la unidad entre mujeres es el tema central de la película, quizá el único, un gesto genuinamente revolucionario. Como lo es la carga política contenida en los cuerpos en movimiento de las alumnas y profesoras de la Academia: no es baladí que Guadagnino apueste por la danza contemporánea en detrimento del ballet clásico del film de Argento. Los movimientos marcan la evolución del personaje de Dakota Johnson, que se empodera a través de la danza. Un poder no solo metafórico: en la retina del espectador queda la turbulenta dualidad de esas sesiones coreográficas en las que el arte se hermana con la tortura. En la Suspiria de 2018 –que halla la grandeza más por su dimensión contemporánea que por su diálogo con el pasado cinéfilo– el feminismo deviene una fuerza incómoda. Como apunta de manera evocadora Thom Yorke en la banda sonora del film, “this is a waltz thinking about our bodies, what they mean for our salvation” (“he aquí un vals que medita sobre nuestros cuerpos, lo que implican para nuestra salvación”).