Cuando hace tres años La vida de Adele ganó la Palma de Oro en el festival de Cannes, la mayor sorpresa no vino al ver que el jurado presidido por Steven Spielberg había decidido otorgar su mayor premio a la película, sino por el hecho de que la decisión pasase por otorgárselo tanto a Abdellatif Kechiche (director) como a Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux (actrices). Una vez vista la película la decisión se antojaba absolutamente consecuente: si el cuerpo de los actores permite leer una historia del cine alternativa, la historia de los gestos podría ser su mapa. Los besos de Adèle y Léa en la película no buscan la lengua o la boca: buscan el gusto pero también el tacto, el oído, el olfato. Se besan en el bigote, succionan las orejas, se comen el pelo, nunca dejan de tocarse. La cámara digital deja de preocuparse por la imagen y la vista queda como el sentido más sinsentido cuando el movimiento es intuitivo y perpetuo. El mérito es en gran parte de Kechiche, que supo estar y desaparecer de las imágenes cuando tocaba, pero también de esa pareja de actrices con una voz perpetua en los límites de la pantalla. La Filmoteca de Catalunya incluye, con razón, el título dentro de su ciclo “Clásicos modernos”. ER

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