Los refugiados sirios viven un momento de gran vulnerabilidad después de cinco años de guerra. Los riesgos de cara a la supervivencia son especialmente elevados. Embarcan en viajes peligrosos a Europa, y se exponen al trabajo infantil, al matrimonio precoz, a la explotación sexual a cambio de la propia vida… Los valores humanitarios se desmoronan ante la intolerancia. En este contexto, el finlandés Aki Kaurismäki coge la cámara para filmar El otro lado de la esperanza y defiende a los refugiados mientras se posiciona en contra de los que insisten en estigmatizarlos, agredirlos y convertirlos en figuras invisibles.

Khaled (Sherwan Haji) huyó de Aleppo tras la muerte de su familia a causa de un misil de origen desconocido, podría ser del ejército sirio, de los rusos, de los americanos, del Estado islámico. Llega a Finlandia dentro de un compartimento de carbón, cuya negrura contrasta con la luz que emana de sus ojos: una mirada que contiene, esencialmente, el deseo de vivir. Mientras tanto, Wikström (Sakari Kuosmanen) es un hombre que abandona a su mujer, su negocio, se arriesga en el póquer y compra un restaurante. Ambos se encuentran en la basura del restaurante, que sirve como vivienda a Khaled y que este defiende a puñetazos. El dueño del lugar decide ayudar a Khaled. No conocemos el porqué de esta ayuda, la película no pone en evidencia esta pregunta. Es lo que debería hacerse, simplemente.

Lejos de Siria, Kaurismäki presenta una guerra evidente, en la que los refugiados sufren la humillación y la violencia física que ejerce sobre ellos parte de una sociedad civil que, en teoría, debería acogerlos. Por otro lado, hay guerras veladas: el propio Estado pone en práctica todo un conjunto de estrategias con el objetivo de dificultar la estadía de los refugiados. El argumento que motiva la negación de la condición de exiliado de Khaled es la teórica paz en la que se encuentra Aleppo. El clima allí es propicio para la vida humana, afirman las autoridades. Minutos después, los noticiarios muestran en vivo bombardeos a las escuelas y casas de la ciudad. Pero el signo más silencioso de violencia viene de aquellos que parecen ayudar. En un determinado momento de la trama, Wikström pide ayuda a un amigo suyo para traer a Finlandia a la hermana de Khaled. Hecho el servicio, Wikström va a pagar al amigo que ha hecho el trabajo, pero no debe desembolsar nada porque “la carga fue muy buena”. Sabemos lo que eso significa.

Contra las guerras gubernamentales y sociales, el cine de Kaurismäki emprende una batalla que no apunta al reflejo de lo visible, sino a la denuncia de lo que resta oculto. Como diría Bazin, saca provecho de la “estructura plástica (de la imagen), su organización en el tiempo”; dado que “se apoya en un realismo mucho mayor, (la imagen) dispone de muchos más medios para dar inflexiones y modificar desde dentro la realidad”. Kaurismäki mantiene su estilo, un escenario que parece de otro tiempo, con rasgos del kitsch, y un humor que parece convertir la situación en algo surrealista, y al mismo tiempo humanista, dado que no tripudia por encima de los personajes para hallar una incuestionable comicidad.