Manu Yáñez

Cannes adora a sus autores de cabecera, más aún cuando dichos directores fueron “descubiertos” por el festival. Este año, coinciden en diferentes secciones varios de estos “hijos” del certamen: Paolo Sorrentino, Apichatpong Weerasethakul, Naomi Kawase… y también el griego Yorgos Lanthimos, que ganó el premio mayor de la sección Un Certain Regard en 2009 por Canino. Lanthimos es el perfecto ejemplar del vástago cannoise: un autor con un universo de rasgos perfectamente identificables. Las dos primeras escenas de The Lobster –primera inclusión del director en la competición oficial de Cannes– no dejan lugar a dudas sobre la consistencia del estilo-Lanthimos, aunque, como veremos, The Lobster se beneficia de un pequeño cambio de registro autoral. En la primera escena, vemos a una mujer de rostro impasible ejecutando con una pistola a un indefenso asno. En la segunda, un Colin Farrell caracterizado como el Flanders de Los Simpson pregunta a alguien fuera de campo si lleva “gafas o lentillas”, justo antes de un súbito corte a negro. Bienvenidos al universo surrealista, afilado, absurdo y metafórico de Lanthimos, uno de los sátiros favoritos del Planeta Autor.

Como ocurre con las otras dos películas de Lanthimos, la suerte del film se juega, en gran medida, en su sorprendente premisa, su concepto de base. Así, mientras en Canino asistíamos a los perversos juegos de dominación que un patriarca ejercía sobre su clan, y en Alps un grupo de personas se dedicaba a reemplazar a los muertos de familias afligidas, The Lobster nos sitúa en un hotel donde se ofrece a las personas solteras –apestadas por la sociedad– la posibilidad de encontrar pareja. Como suele ser la norma en el universo de Lanthimos, los mensajeros del poder, que en este caso son más que nunca el brazo ejecutor de una sociedad orwelliana, cuentan con la ayuda de sus víctimas: individuos sumidos en una suerte de hipnosis masoquista. Un abatimiento perfilado en la gestualidad deprimida y sumisa de los clientes de un hotel/sanatorio/cárcel en el que no es posible inscribirse como “bisexual” ni tampoco masturbarse. Lanthimos disfruta poniendo a prueba las nulas habilidades sociales de sus buñuelianas criaturas, que deben apresurarse en su búsqueda de una pareja si no quieren ser “transformados” en animales salvajes. A la salida de la proyección en Cannes, varios compañeros sostenían que The Lobster es una versión de autor de Los juegos del hambre. Yo la veo mucho más cercana al extrañamiento de la muy superior De la guerre de Bertrand Bonello.

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Guiados por la voz en off de Rachel Weisz –que recuerda a la de John Hurt en Dogville–, nos sumergimos en este mundo dominado por el absurdo beckettiano. La parábola que nos ofrece Lanthimos apunta hacia múltiples direcciones: una sociedad que penaliza la soledad (a la Saramago); la actitud servil que adoptan ciertos individuos ante la maquinaria social; la concepción de la terapia y la autoyuda como panaceas existenciales (a la Houellebecq); la deriva narcisista de las interrelaciones personales (a la Fincher); y, en términos generales, la violencia autoritaria con la que el sistema impone sus reglas. Lanthimos presenta el mundo de The Lobster como una colección de fotos fijas en movimiento: la parálisis es el sino de su universo.

Llegado un punto determinado, cuando la premisa argumental empieza a agotar su efecto sorpresa, Lanthimos empieza a desplegar uno de sus habituales carruseles de crueldad, coronado por las estampas de varios animales apaleados por diferentes personajes. Todo parece listo para uno de sus simplistas y gratuitos in crescendos de incómoda agresividad… pero, sorprendentemente, la película toma otro camino, un senda marcada por el romanticismo, incluso una cierta ternura, algo inédito en el gélido imaginario de Lanthimos. Parece lícito identificar en este “reblandecimiento” emocional el deseo de Lanthimos de llegar a un público más amplio, algo que concuerda con su decisión de rodar en inglés y contar con un elenco de estrellas internacionales (Farrell, Weisz, John C. Reilly, Léa Seydoux). Sea como sea, vale la pena celebrar el giro ligeramente humanista que parece haber tomado la trayectoria de un director al que habrá que seguir la pista.