Víctor Esquirol (Festival de Locarno)

El Festival de Locarno recibe a este cronista con un programa doble diseñado para adeptos a la misantropía. “Nadie es único”, proclama Yorgos Lanthimos, “Todo el mundo es remplazable”, corroboran Jocelyn DeBoer y Dawn Luebbe. Empieza mi nueva aventura locarniense con la proyección de Nimic, cortometraje altamente tóxico, dirigido por el autor de Canino. Se trata de una pesadilla existencial en la que un padre de familia, de profesión violoncelista, tiene un encuentro casual con una persona cualquiera. Un suceso sin aparente importancia… si no fuera porque activará una reacción que mandará al traste su vida. Lanthimos sigue aferrado a un cine de la desazón: las tomas en gran angular (un casi ojo de pez que, después de La favorita, ya puede considerarse marca de la casa) deforman espacios donde supuestamente impera la armonía, mientras el montaje de sonido convierte tanto la música (aquí, un fragmento repetido de la Sinfonía Simple de Benjamin Britten) como el ruido ambiente en agentes invasivos de una realidad familiar que se desmorona a cada segundo que pasa.

En el metro, Matt Dillon cruza la mirada con Daphne Patakia, y le pregunta por la hora. Una interacción banal en la que, no obstante, ya se pone en marcha ese extrañamiento que sin lugar a dudas es pura firma autoral. Ella le mira, desviando a los pocos segundos la vista hacia un punto inconcreto, y sonríe, no se sabe si de forma amistosa o perversa. Cuando finalmente contesta, da la sensación de que sus labios y su voz están ligeramente desincronizados. Un leve “fallo en el sistema” que presagia el derrumbe. De repente, el hombre se da cuenta de que está siendo perseguido por la mujer. Lanthimos muestra este angustioso seguimiento con un montaje construido a base de barridos de cámara y travellings laterales “doblados”, o “copiados”. Primero vemos a Dillon pasar por delante de un portal, y justo después vemos a Patakia caminar por delante de ese mismo fondo; con el mismo ritmo y actitud que el primero. Un juego de mímica afianzado por un montaje quirúrgico. Al llegar a casa, el hombre, el padre, quiere reafirmar su rol ante su esposa e hijos, pero entonces la extraña prolonga su juego de substitución, introduciendo en el relato ese halo surrealista tan del justo del cineasta griego. A estas alturas, no se sabe si estamos ante una doppelgänger malévola o, directamente, una ladrona de cuerpos. Así, Lanthimos invoca esos miedos profundos que solo pueden surgir de la invasión (y posterior apropiación) de aquello que creíamos intransferible.

A la postre, en poco menos de un cuarto de hora, Nimic concreta toda una serie de horrores que se trasladan al patio de butacas. A través del hurto de una identidad, el cortometraje acaba planteando un interrogante inquietante: ¿cuál es el valor del talento artístico en una sociedad dominada por las apariencias? Lanthimos responde con un auditorio a reventar en el que la música es lo de menos, o el fin de la apreciación del arte como síntoma del fin de aquello a lo que alguna vez llamamos humanidad.

En la siguiente proyección del día, este cronista se descubrió “bailando” al ritmo pegadizo, contagioso, de esos anuncios televisivos cuyo estribillo se descubre, a cada nueva emisión, como un parásito letal. Cuando nos hemos querido dar cuenta, ya hemos sido víctimas, una vez más, del efecto anestésico del sueño americano. Por suerte, ahí están Jocelyn DeBoer y Dawn Luebbe para ayudarnos a ver la gracia del asunto. En Greener Grass, un bienavenido enjambre de adultos se congrega alrededor de un campo de fútbol para animar a sus retoños en una infumable pachanga solo justificable por la ceguera del amor paternal… y por el malsano vicio de restregar al prójimo una “conquista” microscópica, magnificada por el culto al éxito. La broma se alarga, pero afortunadamente no se hace larga. Y no era fácil.

Al fin y al cabo, Greener Grass es una película construida y justificada por la confusión y la desmesura, esa misma que lleva a los habitantes de la “suburbia” a ver el jardín del vecino siempre más impecable que el propio. En éstas que una mamá estrecha lazos con otra. De tal manera, que cuando se ha construido la confianza suficiente entre ambas, la primera ofrece su hijo recién nacido a la segunda, en prenda de buenísima voluntad. O esto se supone. A partir de ahí, la dupla DeBoer & Luebbe (directoras, guionistas y protagonistas del film) nos masacra, sin piedad alguna, con una metralleta de gags (visuales y/o conceptuales) con el único punto en común de la idiotez típicamente americana, ese invento que tan fácilmente se presta a la caricatura… y que irónicamente, tanto despierta la genialidad de estas dos artistas.

Su dibujo deformado de unos Estados Unidos de color pastel –esa Arcadia reivindicada ahora por los clanes más retrógrados– luce como el relevo natural (tanto en espíritu como en formas) de órdagos cinematográficos como los de John Waters, Todd Solonz, cargándose la “casa de muñecas”, o Las esposas de Stepford de Bryan Forbes, adaptando a Ira Levin. Pensemos también que Jim Hosking es, ahora mismo, quien seguramente tenga mejor tomada la medida al grotesco sinsentido en el que nos ha tocado vivir. Por último, recordemos al desgraciado de William H. Macy de Magnolia de Paul Thomas Anderson: aquel exniño prodigio que se emperraba en arruinarse invirtiendo todo su dinero en un aparato dental que no necesitaba. Lo digo porque las casas y jardines de Greener Grass están sobrepobladas por seres que lucen, cual joyas de la corona, unos brackets que, desde luego, ningún dentista ha podido recetarles. Lo que antes quedaba justificado por un ataque desesperado de amor, ahora no pasa de espantoso capricho.

Y así transcurre la hora y media de Greener Grass, encadenando aparentes tonterías que, en realidad, ponen de relieve la inteligencia de DeBoer & Luebbe. Ahí está, por ejemplo, el uso recurrente del fuera de campo en la confección de los gags –al espectador siempre parece faltarle algo de información–. Una estrategia con la que las cineastas apuntan a nuestra ignorancia como parte fundamental de la comicidad de este mundo. Y es que el guiñol nos devuelve a la cruda realidad: una competición absurda que parece sacada de los Sims, aquel famoso simulador de vida social. A esto puede verse reducida la vida. Nada es único, mucho menos irremplazable.