“Italia es una República democrática fundada en el trabajo”. Éste es, literalmente, el primer artículo de los “principios fundamentales” de la nación transalpina. Se trata de una pronta declaración en la carta magna de dicho país, un imperativo que, según los postulados del estado de derecho, va más allá de lo legal. Quizá es una cuestión de orden moral. De modo que dígase una vez más: “Italia es una República democrática fundada en el trabajo”. En L’apprendistato, de Davide Maldi, la frase en cuestión deviene un requisito indispensable para aprobar y pasar de curso. Nos hallamos en la que parece ser una prestigiosa escuela de hostelería, cuyos alumnos son un grupo de críos en aparente lejanía de la mayoría de edad. Pero una cosa es la edad legal (para trabajar, se entiende), y otra la edad “moral”. Así, durante casi hora y media, el retrato de la juventud que propone Maldi se presenta embrujado por un halo de incomodidad y desazón.

En apariencia, todo está en orden en L’apprendistato… y ahí está el problema. El grupo protagonista de preadolescentes acaba de ingresar en un centro educacional que dirige a sus pupilos hacia el muy añejo sector de la restauración. Como en todo buen oficio, los guardianes de sus esencias inciden en el respeto y obediencia que los recién llegados deben profesar hacia los veteranos. Para escalar en dicha pirámide laboral, dicen, deben respetarse las normas del juego, y a todos lo que están en los pisos superiores. Importan los méritos acumulados, pero también (o quizá más) la antigüedad. Esto último cala de tal manera que la propia película parece contagiarse de esta misma vejez. El tratamiento de la imagen y el sonido, así como las elecciones en el vestuario de los personajes y el diseño de los decorados, hacen que nuestra mente viaje hacia épocas pretéritas… y que, involuntariamente, acepte como normales las reglas de conducta de antaño.

Es solo con la irrupción de elementos que parecen anacrónicos (ese smartphone que el protagonista usa para iluminar los pasillos del centro en el que claramente está confinado) cuando conseguimos volver a un presente que cuesta situar geográficamente. El encierro que propone la acción se rompe solo con unas breves escapadas forestales (recordatorio de la naturaleza animal que sigue latiendo bajo las apariencias) y con la visita a un crucero de lujo, megaestructura acuática que no es más que una prisión flotante. Lejos de la “civilización”, los aprendices de las artes de la restauración se verán sometidos a una disciplina que no necesita llegar a niveles militares para anular la voluntad de los chavales. Del mismo modo, las autoridades no precisarán ni de gritos ni de castigos físicos para reafirmar esa jerarquía vertical que les mantiene en el poder.

En una de las escenas más reveladoras de L’apprendistato, los alumnos se toman un descanso de las clases prácticas (dejando atrás la meticulosidad de las reglas de protocolo en la preparación y gestión de las comidas y cenas de gala) y se embarcan en una lección teórica sobre la constitución italiana y los anhelos vitales. Es ahí, en esa charla filosófica en la que al profesor nunca se le llega a ver la cara, donde se revelan los “amables” mecanismos de control del sistema. La autoridad somete a unos pupilos que ven anestesiada su voluntad. En este contexto próximo al horror, la esperanza la pone el actor Luca Tufano, protagonista de esta inquietante fábula. En su mirada dispersa, en su sonrisa pícara, y en su oído atento al fuera de campo descubrimos la voluntad de un alma no reconciliada. Así pervive la esperanza de que, algún día, este chico sea capaz de concretar aquello que le define como tal: reírse de la autoridad, cuestionarla, burlar sus tentáculos… y así, por fin, escapar de ellos.

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