Alberto Richart (Barcelona)

El subgénero dramático del coming of age ha estado instalado en el ADN del festival Americana desde sus inicios. En sus once ediciones anteriores, este crítico recuerda haber asistido a joyas del cine juvenil-adolescente como The Rider de Chloé Zhao, Shiva Baby de Emma Seligman o Todos los incendios de Mauricio Calderón Rico. Por su parte, este duodécimo certamen ha llegado con una gran carga de material biográfico y emocional, que se ha traducido en historias con una base común, pero con ricos matices diferenciadores. 

El director taiwanés-estadounidense Sean Wang ha aproximado al público su particular historia de supervivencia a la pubertad entre los años 2008 y 2009. La nostálgica Dìdi, vista en la sección Tops, abarca un momento previo al estallido de los videojuegos on-line, en el que los chavales administraban su tiempo de ocio entre las pillerías por los vacuos suburbios de Fremont, y el chat en línea con sus compañeros de instituto. El joven protagonista, interpretado por Izaac Wang, forma parte de una primera generación de inmigrantes en Estados Unidos, y se encuentra en ese año bisagra de graduación escolar en el que comienza a explorar el interés romántico, al mismo tiempo que observa cómo su entorno familiar se va derrumbando: su hermana mayor está a punto de marcharse a la Universidad, dejándolo solo en casa con su madre, un ama de casa con impulsos artísticos, y una abuela con vis cómica. 

Un cóctel agitado de hormonas puberales es el que lleva al joven Dìdi (o Wang-Wang), representante de la generación Z, a la caída más estrepitosa en su intento por explorar nuevas amistades y una incipiente motivación por las artes audiovisuales. Este último factor sitúa la película entre el mundo offline y la esfera digital. Los inicios de YouTube, de redes sociales que calaron hondo en Estados Unidos, como MySpace o Facebook, o los mensajes SMS forman parte del lenguaje en el que la propia película apela a la nostalgia de un tiempo no demasiado lejano, pero sí lo suficiente como para que se antoje en la prehistoria de la expansión de Internet. Nunca resulta fácil incorporar al relato fílmico ese código digital. De hecho, la mayoría de las producciones, sobre todo las comerciales, acostumbran a fracasar en el intento. Pero Wang lo retrata con autenticidad y naturalidad, como parte indispensable de una plasmación de sentimientos, sin miedo a que los píxeles o los emoticonos entorpezcan el resultado final. Las torpezas sufridas por Dìdi son las de toda una progenie del Messenger, que no respondió a un mensaje a tiempo, o que pese a la rabiosa modernidad de la época no contaba con las herramientas suficientes para gestionar el cambio. Dìdi es la fenomenal encarnación de aquella ansiedad social y tecnológica.

¿Acaso alguna vez se está preparado para cambiar? En la misma sección del festival, Kathleen Chalfant interpreta a la octogenaria Ruth, con signos de pérdida de memoria, en Familiar touch de Sarah Friedland, premio Luigi de Laurentiis a la mejor ópera prima en la pasada Mostra de Venecia. Su hijo (H. Jon Benjamin) le lleva por primera vez al acomodado centro geriátrico en el que pasará el resto de sus días, y donde tendrá que adaptarse contra su voluntad. Lo que los auxiliares de la institución no esperan es que sea el centro al completo el que se amolde a la cándida personalidad de la mujer. Con el carácter de un terremoto y la fragilidad justa para no caer en la sensiblería, sus pericias por los pasillos de la residencia recuerdan a la versión ficticia de El agente topo de Maite Alberdi, ya no solo por su temática, sino también por una representación que parece situarse entre la comedia de situación y el documental. 

No es comedia, sin embargo, todo lo que los rayos del sol alcanzan a través de los ventanales, hasta alcanzar los rostros de los residentes. Friedland y su director de fotografía, Gabe Elder, prestan especial atención a los planos detalle que demarcan una voluntad de apreciación de la belleza de la piel y la gestualidad. Detrás de cada plano hay una reflexión sobre el paso del tiempo, pero también una reivindicación sobre la fortaleza que todavía puede reservar la senectud. Aunque Ruth sufra episodios de desubicación, hay sensaciones que no llega a olvidar, como el gusto por la cocina o el tacto de las coles, y la directora lo plasma con cálidas secuencias sensoriales, en las que la manipulación de alimentos o las caricias son las grandes protagonistas. Con todo, Familiar touch recoge una cierta desazón cuando la vida alrededor parece ir más rápida que uno mismo. Porque también es posible vivir un coming of age a los ochenta años. Así, la cinta de Friedland representaría esa variedad inesperada dentro del subgénero, en la que la soledad y el paso del tiempo acontecen de una forma más despiadada que en la juventud.

En un tono más irónico que sentimental, y de regreso a una maduración tardía, que el mundo posmoderno y capitalista occidental hace estirar más y más, el guionista y actor Julio Torres refleja con Problemista esa ansiedad propia del superviviente en la jungla de la gran ciudad. La premisa no se diferencia demasiado de su serie para HBO, Fantasmas: un joven inmigrante depende de la convalidación estatal para obtener su permiso de residencia en Estados Unidos y, para ello, debe encontrar un empleo y una persona que le esponsorice. La yincana burocrática con la que debe lidiar Alejandro para establecerse en Nueva York, en un apurado límite de tiempo antes de su deportación, le lleva a conocer a Elizabeth, una estridente y caótica galerista de arte. Tilda Swinton es un torrente de humor, en su interpretación de esa hada madrina que encandila al chico con dudosas promesas de un futuro mejor. 

La película podría adoptar esa aura de cuento clásico, que incluso incorpora una voz narrativa en off, interpretada por Isabella Rossellini. Pero a pesar de su singular puesta en escena, entre espacios reales y de estudio, su comicidad sencilla, pero nada evidente, y los encantamientos de la innegable creatividad de Torres, se trataría de un cuento tenebroso, en el que tras el laberinto más borgiano acechan los lobos liberalistas hambrientos de carne. La secuencia en la que el protagonista se pierde en el paso de una oficina a otra, como si estuviera encerrado en un cubo de Rubik infinito, resume a la perfección el discurso sobre el individuo enjaulado del ex guionista del programa televisivo Saturday Night Live.

Problemista es la absurda e inteligente crítica a la hipocresía más sistemática: aquella que se enorgullece de acoger, cuando en realidad establece todo un listado de normas a las que adaptarse. Aquí, el sentido del coming of age se establece en dos direcciones, de entre la multitud de debates que la cinta dispara a través de hilarantes chistes. Por un lado, la felicidad infantil es interrumpida por la complicada emancipación, provocada por una sociedad económica que infravalora el arte y la cultura. Por el otro, a través de toda una trama sobre la criogenización, plasma el miedo a envejecer o morir sin haber dejado un legado por el que ser recordado. Ante ese exterminio del alma instaurado en el corporativismo, Torres propone convertirse en un problema para las instituciones: el conflicto que desestabilizará el orden y el sueño de que un día el mundo será de los artistas.