(Imagen de cabecera: How to Blow Up a Pipeline de Daniel Goldhaber)

Ángela Rodríguez (Festival de Gijón)

Tras unos días instalada en las salas del Festival de Gijón, observo cómo las películas empiezan a dialogar entre sí, trazando lazos que actúan como un mecanismo de comprensión, como un sistema de localización. En estas jornadas, dos títulos presentados en la Sección Oficial Retueyos han reflexionado sobre el cambio climático y sus consecuencias de formas dispares. Por un lado, How to Blow Up a Pipeline de Daniel Goldhaber aborda la cuestión desde una posición directa, invitando a la lucha, mientras que Ordinary Failure de Cristina Grosan prefiere apostar por la fabulación de corte fatalista, planteando una historia de tres personajes con el telón de fondo del fin del mundo.

El film de Goldhaber se enmarca en un contexto marcado por las alarmas, y no solo las generadas por el calentamiento global. Ante las polémicas acciones acometidas recientemente por activistas medioambientalistas en museos, la sociedad se pregunta acerca de la ética y los daños materiales que hay detrás de estas llamadas (o aullidos) de atención. How to Blow Up a Pipeline dota de imágenes y corporeidad al manifiesto homónimo de Andreas Malm, que incita a luchar contra el cambio climático desde la esfera física, usando el cuerpo y otros recursos disponibles. Así, partiendo de una premisa potente, que trae a la memoria Night Moves de Kelly Reichardt, Goldhaber construye un thriller efectivo en términos de ritmo e interés. Un compás frenético que trasmite una sensación constante de falta de tiempo, incluso cuando el film, mediante una narración estructurada por capítulos, parece distraerse poniendo a los personajes en contexto.

Las emociones quedan a un lado para contar cómo se debe destruir un oleoducto, y cómo el grupo que lleva a cabo el plan ha llegado hasta ahí. La apuesta por un activismo radical se manifiesta de forma vehemente, aunque, a la manera de un contrapunto, Goldhaber ahonda en las causas y ramificaciones del conflicto presentando, dentro de la ficción, la filmación de una película que hurga en el drama de las familias afectadas por la construcción de la infraestructura. Tanto Malm como Goldhaber señalan que el tiempo para remover consciencias se ha agotado, y que las historias trágicas no han tenido más respuesta que la inacción ciudadana, por lo que la prioridad ahora es pasar a la acción.

“Ordinary Failure”.

Más interesada por los escenarios hipotéticos, Cristina Grosan decide ambientar el mosaico de historias paralelas de Ordinary Failures en un futuro en el que la incertidumbre se da la mano con la certeza del Apocalipsis. Abriendo la película con una cita de Donna Haraway –toda una declaración de intenciones–, Grosan divide su película en cuatro actos para introducirnos en los rincones más íntimos de tres mujeres de distintas generaciones que lidian con bloqueos emocionales. Tres de los actos están dedicados a estas historias y funcionan como un prólogo de aproximadamente una hora, mientras que el último acto cumple con las promesas del relato.

Con algunos hallazgos visuales muy en consonancia con el imaginario apocalíptico que Lars von Trier perfilaba en Melancolía, Grosan construye su particular fin del mundo recurriendo a imágenes de fenómenos naturales y efectos de la contaminación como las auroras boreales, tornados o pozos de petróleo en llamas. Aunque, antes del fin, todavía en el tercer acto, aparece un niño que lleva una elocuente serigrafía en su camiseta: “Not guilty”. Se trata de una interpelación directa al espectador. Y es que tanto How to Blow a Pipeline como Ordinary Failures desestiman la sutileza para implicar a la audiencia en sus preocupaciones.