La segunda película de la cineasta argentina Clarisa Navas –quien nos había sorprendido con su ópera prima, Hoy partido a las tres– fue seleccionada para abrir la sección Panorama de la 70ª edición de la Berlinale. Y si bien es cierto que la segunda película suele ser más difícil de llevar adelante que la primera, Navas confirma con Las mil y una que estamos ante una directora a la que cabe prestar especial atención. En su nuevo film, Navas parte de un relato de chica conoce chica, y no faltará quien se quede con el costado LGBT de la historia (sin duda importante, esencial), pero hay algo en la libertad de los cuerpos, en la representación de la circulación del deseo y en el retrato de los escenarios de la acción que hace que esta película se transforme en una experiencia que requiere de la gran pantalla para ser apreciada como corresponde. Esta es la forma idónea de ingresar a el mundo particular, peligroso y atrayente que conforma Las Mil, el barrio en el que creció la directora de Corrientes. En este sentido, Las Mil deviene un protagonista más de la película: sus calles, pasillos, recovecos, baldíos forman parte de la narración tanto como las personas que lo habitan. Llama la atención esa vida que conjuga lo familiar y cariñoso con lo peligroso y hasta fuera de la ley.
El hecho de que Navas conozca en profundidad Las Mil, siendo una nativa del lugar, forma parte del secreto de un acercamiento inmersivo, que solo el iniciado puede transmitir. No hay ajenidad, lejanía o prejuicio. Los peligros generan temor, es cierto, pero también algo de ese cosquilleo o inquietud tan próximos al deseo y el placer. En los interiores, en el ámbito familiar, la cama es el lugar de encuentro, de diálogo; los cuerpos conviven con un poco de impudicia, pero la tensión nunca pone en juego el tabú. En las calles, el asunto es distinto. Allí algo parecido a un estado de naturaleza, algo primitivo, hace que lo físico asuma una entidad y presencia que se expresa en el deporte, en el deseo, en el sexo. Quedarse en la etiqueta (que, se entiende, muchas veces sirve para encasillar y, en alguna manera, favorecer la difusión) del cine LGBT es perderse parte de la resonante libertad, ética y formal, que caracteriza al cine de Navas. Su mirada nos desafía, pone en cuestión los límites. Los límites del deseo al punto de poner en disputa, en litigio, conceptos tan aparentemente indiscutibles como el de la salud. La mirada política de la cineasta no se construye a partir de discursos ni de lugares comunes: la libertad de elegir qué hacer con nuestras vidas y qué hacer con nuestros cuerpos no tiene límites. O sí, uno solo: no hacer daño al otro.
Con los personajes, caminamos esos senderos, percibimos su respiración. La cámara en mano nos transporta con ellos. La sensación de libertad (con el peligro que ella conlleva, claro está) nos atraviesa. La mirada de Navas nos sumerge en un mundo en el que impera un modo feliz (¿pero quizá no tan sano?) de elegir el modo en que se quiere vivir. Presente y futuro se encuentran en un lugar donde la juventud manda; los adultos, fuera de campo (o casi) evidencian otra energía, ¿otros valores? Sin caer en el retrato maniqueo o idealizado de una realidad compleja, en Las mil y una no todo es luminoso. Junto a esa corriente liberada de los cuerpos, a esa dinámica del deseo, surge el chisme, el cotilleo, la irresistible tentación de opinar y meterse en la vida del otro, que opera como fuerza contrapuesta, como ancla que impide levantar vuelo. En ese contexto, Las mil y una es, también, una historia de amor. Una historia de amor única. Como único es el universo que retrata. Una película, unas vidas, que solo pueden existir en Las Mil, Corrientes. Y que sólo pueden ser contadas con la sensibilidad y empatía que la muy talentosa Navas posee.