Fernando Bernal (Festival de San Sebastián)
El primer plano de Tardes de soledad lo protagoniza un toro bravo. Está solo en mitad del campo, ensimismado, con una respiración profunda y tranquilo, porque no es consciente del destino que le espera. Mientras que la última imagen del film muestra a un torero abandonando la plaza, tras haber acabado con la vida de un toro, recogiendo los frutos de su triunfo. Son el punto de partida y el final de un viaje hipnótico, físico y sensorial que Albert Serra desarrolla en su debut en el campo del largometraje documental, con el que compite por primera vez en la Sección Oficial del Festival de San Sebastián.
A priori resultaba desconcertante pensar en el nombre del cineasta catalán en los títulos de crédito de una película sobre la tauromaquia. Pero el autor de Historia de mi muerte (2013) simplemente traslada la iconografía y el mundo de los toros a su particular universo, sin tomar distancia de algunas de sus constantes narrativas más reconocibles y personales. De manera que aquí una corrida de toros se contempla con la misma fascinación y con el mismo magnetismo que emanaban las imágenes de los surferos sumergidos en las aguas de la Polinesia Francesa en Pacifiction (2022), y con el mismo nivel de impacto que provocaban las tomas nocturnas, registradas en un lugar perdido en un bosque, del grupo de libertinos expulsados de la corte parisina de Luis XV dando rienda suelta a todas sus perversiones en Liberté (2019).
Al igual que en esa película, Tardes de soledad incide en la cuestión de la repetición, en mostrar de la misma manera diferentes modos de cometer un acto, que siempre tiene las mismas consecuencias y el mismo final. En este caso, Serra filma media docena de corridas de toros en las plazas más populares del país en las que participa el diestro peruano Andrés Roca Rey, y reproduce en casi su integridad sus intervenciones, que siempre tienen como resolución la muerte del toro, agonizando sobre la arena, antes de recibir la puntilla que definitivamente acabará con su vida. La película es un bucle que gira en torno a estas largas secuencias, y Albert Serra solo se permite interrumpirlas con grabaciones dentro de la furgoneta que traslada del hotel a la plaza al matador y a su cuadrilla, y con algunas imágenes del torero vistiéndose de luces, con la única compañía de su ayudante, en la tensa soledad de un hotel. Dos momentos que permiten entrar al espectador en la intimidad del torero, sentir su miedo, pero también su deseo de triunfo y su rivalidad con el toro.
Con tres cámaras, Serra registra todo lo que sucede entre toro y torero durante la lidia como una experiencia inmersiva, ofreciendo al espectador una perspectiva que no ofrecen las realizaciones televisivas, tanto por la fuerza visceral de sus imágenes como por los sonidos que capta. El punto de vista se sitúa a la altura de los dos protagonistas y la cámara se pega literalmente al traje del torero y a la piel del toro -olvidándose en ocasiones de sus rostros y sus gestos- para componer planos que tienen mucho de belleza coreográfica improvisada, a pesar de la crueldad que transmiten, y que lindan con la abstracción pictórica gracias al trabajo, una vez más, de Artur Tort, responsable fotografía y de capturar estas imágenes. Es un film en el que hay sangre –tanto del toro como del torero– y en el que se trata a los animales con extrema crueldad, pero a Albert Serra no le interesa posicionarse a favor o en contra de la tauromaquia, sino dar su propia visión de ella, a través de encontrar un mecanismo para filmarla que no descabalga de sus trabajos previos.
El film aglutina tres miradas en las que se percibe el miedo. Por un lado, la del toro, en cuyos ojos se puede intuir la presencia de la muerte desde que salta a la plaza tratando de luchar por su vida. Por otro lado, está el propio torero, una auténtica estrella, tanto por cómo le reconocen en la plaza –aunque al público solo lo escuchamos en un segundo plano, Serra decide dejarlo fuera de campo en todo momento en un gesto despoja al film de la dimensión de espectáculo que tiene una corrida– como por la forma en la que le trata su cuadrilla, que lo venera de una manera reverencial. Y, para terminar, el miedo se encuentra en nuestra propia mirada como espectadores, porque Serra nos propone asistir a dos horas de duelos desiguales entre hombre y animal, en los que hay sangre, dolor, gemidos de sufrimiento y violencia y en los que la posibilidad de la muerte esta siempre presente. Una obra que se puede analizar de forma absolutamente coherente dentro de la trayectoria de su autor, y que de forma independiente no es el documental polémico que algunos esperaban, sino una nueva muestra del talento, la radicalidad y la genial capacidad para desubicarnos que Serra lleva demostrando desde El cant dels ocells (2008).